lunes, 2 de mayo de 2016

MUERTE EN NOCHEBUENA


Stanley Ellin

cuando niño, me impresionaba la casa Boerum. En aquel entonces, era bastante nueva y parecía lustrada; una montaña de bordados en estilo Victoriano, de ca­lados y vitrales, mezclados en una profusión tan caótica que resultaba difícil de abarcar de una sola mirada. Ahora, de pie delante de ella, en esta anti­cipada Nochebuena, mi impresión juvenil no tuvo eco. El lustre faltaba de tiempo atrás; las maderas, cristales y metales se confundían en un gris monó­tono, y las cortinas de las ventanas estaban corridas, lo que daba al transeúnte la impresión de que una docena de ojos ciegos lo miraban fijamente. Cuando golpeé la puerta con el bastón, Celia abrió.

—La campanilla está a la derecha —dijo. Todavía estaba vestida de negro, con una pollera tan larga y fuera de moda que parecía sacada del baúl de su madre. Estaba más parecida que nunca a Catalina en sus últimos años: cuerpo descarnado, labios apre­tados, pelo sin color, tirado fuertemente hacia atrás como para estirar las arrugas de la frente. Me re­cordaba una trampa de acero, lista para cerrarse de golpe sobre el desprevenido que la tocara.

Dije: "Estoy enterado de que la campanilla está desconectada, Celia", y entré en el vestíbulo, sin espe­rar. Sin necesidad de volver la cabeza, sabía que me estaba quemando con la mirada. Luego se sorbió la. nariz, fuerte y en seco, y cerró la puerta con violen­cia. Al instante quedamos en una turbia oscuridad que hacía que el olor a podrido rancio que me rodea­ba se me pegara a la garganta. Tantee buscando la llave de la luz; pero Celia dijo con violencia:

—No. No es momento para luces.

Me volví hacia la mancha blanquecina que era su cara, lo único de ella que distinguía.

—Celia, ahórrame esta escena —le dije.

—Ha habido una muerte en esta casa. Lo sabes.

—Tengo motivos para saberlo —dije— pero tu re­presentación no me impresiona.

—Era la mujer de mi hermano. Yo la quería mucho.

Di un paso hacia ella en la oscuridad y le puse el bastón sobre el hombro.

—Celia —dije—, en mi carácter de abogado de la familia, debo darte un consejo. La pesquisa judicial está terminada y liquidada y estás absuelta. Pero nadie creyó, ni creerá una palabra de tus delicados sentimientos. No te olvides de eso, Celia.

Dio un tirón tan brusco que el bastón casi se me cayó de la mano.

—¿Para decirme eso has venido?, —dijo.

—Vine porque sabía que tu hermano quería verme hoy. Y, si no tienes inconveniente, te diré que es prudente que no intervengas cuando hablo con él. No quiero escenas.

—Entonces, ¡no te metas con él! —gritó—. Él estuvo presente en la instrucción judicial. Vio que me absol­vieron. No tardará en olvidar lo malo de que me cree capaz. Déjalo en paz, para que pueda olvidar.

Estaba en el colmo de la furia. Para romper el hechizo comencé a subir la escalera oscura, tomán­dome con cuidado de la baranda. Pero oí que me se­guía con ansiedad, y, en cierto modo misterioso, que daba la impresión de no dirigirse a mí, sino de con­testar el quejido de los escalones, al pisarlos.

—Cuando venga a mí —decía ella—lo perdonaré. Al principio no estaba segura, pero ahora sé. Recé para que Dios me ilumine, y me di cuenta de que la vida es demasiado corta para gastarla en odiar a nadie. De modo que cuando venga a mí, lo perdo­naré.

Llegué al último escalón y casi me caí, en la menos elegante de las posiciones. Al enderezarme, de ra­bia, se me escaparon unas palabrotas.

—Si no quieres prender la luz, Celia, al menos deberías despejar el camino. ¿Por qué no sacas todo eso de aquí?

—¡Ah! —dijo— son las cosas de la pobre Jessie. A Carlos le hace mal ver las cosas que han sido de ella. Pensé que lo mejor sería sacar todo de su pieza.

Su voz reflejaba alarma, cuando me contestó.

—Pero no se lo vas a decir a Carlos, ¿no? ¿No se lo dirás? —decía y repetía, en voz cada vez más al­ta, mientras yo me alejaba de ella, de modo que, cuando entré en la pieza de Carlos y cerré la puerta, tuve la impresión de que, del otro lado, había que­dado un murciélago chillando.

Las cortinas en la pieza de Carlos, como en el resto de la casa, estaban completamente corridas. Pe­ro la única lámpara de la araña me hizo parpadear momentáneamente, y tuve que volver a mirar antes de descubrir a Carlos, tirado sobre la cama, tapándose los ojos con el brazo. Se levantó lentamente y me clavó los ojos.

—Bueno —dijo al fin, señalando la puerta con la cabeza—. ¿Te hizo subir a oscuras, no?

—Así es —dije—. Pero conozco el camino.

—Es como un topo —dijo—. Se maneja mejor en la oscuridad que yo en la luz. Lo prefiere así. Si no lo hiciera, se sorprendería al verse reflejada en el espejo.

—Sí —dije—. Parece que lo toma muy a pecho.

Lanzó una carcajada corta y violenta como el au­llido de un león marino.

—Es porque todavía no se ha librado del miedo. Lo único que podemos sacarle es cómo la quería a Jessie, y cuánto lo lamenta. Debe creer que si lo re­pite muchas veces, la gente llegará a creerle. ¡Pero no tardará en volver a ser la misma Celia de antes!

Dejé mi sombrero y bastón sobre la cama, al lado del sobretodo. Saqué un cigarro y esperé hasta que él encontrara fósforos y me ayudara a encenderlo. Le temblaba la mano, con tal violencia, que le fue di­fícil hacerlo y murmuraba enojado contra sí mismo. Eché una nube de humo hacia el techo y esperé.

Carlos era cinco años menor que Celia, pero, al verlo, me impresionó como si tuviera doce años más que ella. Tenía el pelo rubio claro, casi sin color, de modo que no era fácil saber si había encanecido o no. Pero tenía las mejillas cubiertas por un comien­zo de barba hirsuta plateada, y, debajo de los ojos, grandes ojeras moradas. Y, mientras Celia se mante­nía erecta sobre su columna vertebral, Carlos estaba —tanto de pie como sentado— encorvado, como a punto de caerse hacia adelante. Me miró con fijeza mientras se daba unos tirones inseguros a las puntas del bigote lacio, que le caía al extremo de la comisu­ra de los labios.

—¿Sabes para qué quería verte? —dijo.

—Me lo imagino —dije— pero prefiero que seas tú quien lo diga.

—Voy a hablar sin rodeos —dijo—. Se trata de Celia. Quiero ser testigo del castigo que merece. No la cárcel. Quiero que la justicia se la lleve y la mate, y quiero estar presente cuando eso ocurra.

Un montón de ceniza cayó al piso, y, con el pie, lo deshice, llevándolo hasta la alfombra.

—Estuviste presente en la pericia judicial, Carlos; viste lo que ocurrió: Celia fue absuelta, y, a menos que se presenten nuevas pruebas, quedará absuel­ta —dije.

— ¡Pruebas! Por Dios, ¿qué más pruebas se ne­cesitan? Estaban discutiendo como dos fieras, en la parte superior de la escalera. Celia la tomó a Jessie y la tiró escaleras abajo; y la mató. Eso se llama ase­sinar, ¿no? Lo mismo que si le hubiera dado veneno, o tirado un tiro, o cualquier cosa semejante, si la escalera no hubiera estado a tiro.

Me senté, pesadamente, en el viejo sillón tapizado en cuero, y observé cómo se iba formando la ceniza en mi cigarro.

—Déjame que exponga el caso desde el punto de vista legal, —dije y el tono monocorde de mi voz debe haber dado la impresión que recitaba una fór­mula aprendida de memoria—. En primer lugar no hubo testigos.

—Oí gritar a Jessie y la oí caer —dijo empecina­damente—, cuando salí corriendo y la encontré ahí, oí que Celia cerraba la puerta de su pieza de un golpe. Le dio un empujón a Jessie y salió a la carrera, co­mo una rata, para ponerse fuera de peligro.

—Pero, en realidad, tú no viste nada. Y, como Ce­lia sostiene que ella no estaba en el lugar del hecho, no hubo testigos. En otras palabras, el relato de Ce­lia excluye el tuyo, y, desde que no fuiste testigo ocular, no puedes convertir en asesinato, lo que bien podría haber sido un accidente.

Carlos sacudió la cabeza, desaprobando.

—Eso tú no lo crees —dijo—. En realidad tú no lo crees. Porque si lo crees, puedes irte de aquí ahora mismo y nunca más acercarte a mí.

—Lo que yo crea, debe tenerte sin cuidado. Quie­ro mostrarte el aspecto legal del caso. Veamos las posibles motivaciones del caso. ¿Qué podía ganar Ce­lia, con la muerte de Jessie? No se trata de dinero o propiedades: la situación económica de ella es igual a la tuya.

Carlos se sentó al borde de la cama, y, con las manos apoyadas sobre las rodillas, se inclinó hacia mí.

—No, —dijo en voz que parecía un susurro—. ¡No se trata de dinero o propiedades!

Extendí los brazos, en un gesto de impotencia.

—¿Comprendes?

—Pero tú sabes de qué se trata —dijo—. De mí: primero fue la vieja, a la que le daba un ataque al corazón no bien yo intentaba afirmar mi indepen­dencia. Cuando se murió y me creí libre, fue Celia. Desde que me levantaba por la mañana, hasta que me acostaba, Celia estaba en todos los pasos que yo da­ba. No tenía marido ni hijos ¡pero me tenía a mí!

—Es tu hermana, Carlos. Te quiere —le dije con calma. Volvió a reírse con la misma carcajada corta y desagradable.

—Me quiere como la hiedra quiere al árbol. Cuan­do reflexiono ahora, no me explico cómo lo pudo hacer, pero bastaba con que me mirase de una ma­nera especial, para que yo perdiese toda mi energía. Y así fue, hasta que encontré a Jessie... Me acuerdo del día en que la traje a casa y le dije a Celia que nos habíamos casado. Tuvo que tragarse la noticia; pero tenía una expresión en los ojos, como la que tenía cuando, de un empujón, la tiró escaleras abajo.

—Pero en la pericia judicial tú admitiste no ha­berla oído nunca amenazar a Jessie, ni tampoco tra­tar de hacerle daño —le dije.

—¡Claro que nunca vi nada! Pero cuando Jessie andaba por la casa, amargada hasta los tuétanos, sin decir palabra; o, cuando, acostada, lloraba y no me decía por qué, yo comprendía perfectamente lo que estaba ocurriendo. Tú sabes cómo era Jessie. No era elegante ni bonita, pero era todo corazón, y me ado­raba. Y, cuando, apenas un mes más tarde, empezó a perder su alegría, yo sabía por qué. Les hablé a las dos, y las dos negaron todo. Lo único que yo podía hacer, era esquivar los conflictos. Pero cuando ocu­rrió esto, cuando vi a Jessie tirada ahí, no me sor­prendió. Quizá te parezca raro, pero ¡no me sorpren­dió en lo más mínimo!

—Creo que no debe haber sorprendido a nadie que la conozca a Celia —dije— pero eso no da base para iniciar un juicio.

Se dio un puñetazo en la rodilla y empezó a ha­macarse de lado a lado.

—¿Qué puedo hacer? —dijo—. Para eso es que te necesito, para que me digas qué debo hacer. Me he pasado la vida sin hacer nada, por culpa de ella. Ella especula sobre eso: que no haré nada y que las cosas quedarán así. Después de un tiempo, las cosas se apla­carán, y estaremos, de nuevo, en el punto de partida.

—Carlos, te estás excitando sin motivo —dije.

Se puso de pie, miró la puerta, luego a mí.

—Pero hay algo que puedo hacer —dijo en un su­surro—. ¿Sabes qué?

Esperó, con la obvia expectativa de quien propone un acertijo inteligente, para dejar mudo a su inter­locutor. Me puse de pie, mirándolo de frente y moví la cabeza lentamente.

—No —dije—. Sea lo que sea, quítatelo de la cabeza.

—No me confundas —dijo—. Tú bien sabes que puedes matar impunemente, si eres tan hábil como Celia. ¿Crees que yo no soy tan hábil como ella?

Lo tomé firmemente por los hombros.

—Por amor de Dios, Carlos —le dije—. No empie­ces a hablar así.

Consiguió desasirse de mis manos y retrocedió, tam­baleando, contra la pared. Los ojos le brillaban y se le veían los dientes a través de los labios estirados.

—¿Qué debo hacer? —gritó—. ¿Olvidarme de todo, ahora que Jessie está muerta y enterrada? ¿Quedarme aquí sentado, hasta que Celia se canse de tenerme miedo y me mate también?

En la pequeña refriega, mis años y mis kilos me delataron, y comprobé que me faltaba dignidad y aliento.

—Hay algo que te voy a decir —le dije—. No has salido de esta casa desde el día de la pericia. Es hora de que lo hagas, aunque sólo sea para caminar por las calles y mirar a tu alrededor.

—¿Y que todos se rían al verme pasar?

—Ensáyalo y verás —le dije—. Al Sharpe me dijo que unos amigos tuyos van a estar, esta noche, en el bar y que les gustaría verte. Ése es mi consejo, aunque valga poco.

—No vale nada —dijo Celia. La puerta se había abierto y allí estaba: rígida, con los ojos entornados, protegiéndose de la luz. Carlos se volvió hacia ella, apretando y aflojando los músculos de las mandíbulas.

— ¡Celia! —dijo—. Te ordené que no volvieras a entrar en esta pieza.

La cara de Celia permaneció impasible.

—No he entrado. Vine a decirte que la comida está lista.

Él dio un paso amenazante hacia ella.

—¿Estuviste con la oreja pegada a la puerta, todo el tiempo necesario para oír lo que yo dije? ¿O quie­res que te lo repita?

—Oí algo despiadado e inmundo —dijo con calma— una invitación para ir a beber y estar de jarana, cuando hay duelo en esta casa. ¡Creo que me asiste el derecho de oponerme a eso!

Carlos la miró, incrédulo, y tuvo que buscar las pa­labras para contestar.

— ¡Celia! —dijo—. ¡Dime que no lo dices en serio! Sólo la última de las hipócritas, o alguien que no esté en su sano juicio, podría decir en serio lo que acabas de decir.

Estas palabras tuvieron el efecto de una chispa en ella.

— ¡Que no estoy en mi sano juicio! —gritó—. ¿Tú te atreves a usar esa frase? Encerrado en tu pieza, hablando a solas, pensando quién sabe qué cosas.

De repente se volvió a mí.

—¿Has hablado con él? Te habrás dado cuenta. ¿Es posible que...?

—Está tan en su juicio, como tú, Celia —le dije, pesadamente.

—Entonces debería saber que no se va a los bares a beber, en momentos como éste. ¿Cómo te atreviste a proponérselo?

Me arrojó la pregunta, con un aire tal de triunfo maligno, que perdí los estribos.

—Si no hubieses estado a punto de tirar todo lo que era de Jessie, Celia, ¡tomaría en serio tu pre­gunta!

Fue un desacierto de mi parte decirle eso, e inme­diatamente tuve motivos para lamentarlo. Antes de que pudiera moverme, Carlos pasó delante de mí, fue hacia ella y la tomó por los brazos, impidiéndole moverse.

—¡Tuviste la audacia de entrar en su pieza! —dijo, con ira, mientras la sacudía con furia—. ¡Dime! —Y luego, interpretando como respuesta el pánico en la cara de Celia, le soltó los brazos, como si estuvieran al rojo vivo, y se quedó encogido, con la cabeza in­clinada.

Celia le extenuó la mano, tratando de aplacarlo.

—Carlitos —le decía, lloriqueando—. No entiendes. El tener las cosas de Jessie, aquí, te molesta. No qui­se más que ayudarte.

—¿Dónde están las cosas de ella?

—Al lado de la escalera, Carlitos. Todo está ahí.

Carlos salió escaleras abajo, y, al oír el ruido de .sus pasos, alejándose inseguros, sentí que los latidos de mi corazón recobraban su ritmo normal. Celia se volvió hacia mí, y había tal feroz odio en su cara, que lo único que yo deseaba en ese momento era salir de la casa en seguida. Recogí mis cosas de en­cima de la cama y, pasando por delante de ella, me dirigí decididamente hacia la puerta. Pero ella se in­terpuso.

—¿Ves lo que has hecho? —susurraba roncamen­te—. Ahora tendré que juntar todo, otra vez. Me fa­tigo; pero tendré que volver a juntar todo. . . todo por culpa tuya.

—Eso es cuestión tuya, Celia —le dije con frialdad.

—Tú —decía—. ¡Tú, viejo idiota! Te debería haber tocado a ti, junto con ella, cuando yo...

Le di un golpe rápido con el bastón, sobre el hom­bro y la vi encogerse de dolor.

—Como abogado tuyo, Celia —le dije— te aconse­jo que hables sólo cuando duermas, es decir, cuando no seas responsable de lo que dices.

Celia no dijo más que esto, pero tuve buen cuidado de no quitarle los ojos de encima hasta que me en­contré en la calle, de nuevo.

De la casa Boerum hasta el bar de Al Sharpe no había más que unos pocos pasos. Los di rápidamente, contento de sentir el aguijón del aire fresco de in­vierno en la cara. Al estaba solo, detrás del mos­trador, atareado secando vasos. Cuando me vio en­trar, me saludó animadamente.

—Feliz Navidad, abogado —dijo.

—Lo mismo le digo —dije y le vi poner sobre el mostrador una botella de aspecto simpático y un par de vasos.

—Llega usted con la regularidad de las estaciones, abogado —dijo Al, sirviendo dos copas de bebida fuer­te—. Lo estaba esperando, en este momento justo.

Bebimos a nuestra salud y Al se inclinó, con tono confidencial, sobre el mostrador.

—¿Viene de allí?

—Sí —le dije.

—¿Lo vio a Carlos?

—Y a Celia —le dije.

—Bueno —dijo Al— eso no es raro. Yo la he visto también, cuando viene de compras. Anda corriendo, agachada, con la cabeza cubierta con ese chal negro, como si algo la persiguiera. Estoy seguro de que de eso se trata.

—Creo que así es —dije.

—Pero Carlos. Él es el que me preocupa. Nunca lo veo pasar. . . ¿Le dijo que me gustaría verlo alguna vez?

—Sí. Se lo dije.

—¿Qué le contestó?

—Nada. Celia le dijo que estaba mal que viniera aquí, estando de duelo.

Al lanzó un silbido suave y expresivo, haciendo girar el dedo índice en la sien derecha.

—Dígame —dijo—, ¿le parece que es conveniente que estén los dos solos? Quiero decir, como están las cosas, y corno sufre Carlos, no sería raro que hubie­ra otra desgracia.

—Esta noche todo parecía indicarlo —dije—. Pe­ro pasó.

—Hasta la próxima vez —dijo Al.

—Yo estaré ahí, entonces, —dije.

Al me miró y movió la cabeza.

—Nada cambia en esa casa —dijo—. Nada, en ab­soluto. Por eso se pueden anticipar todas las res­puestas. Es por eso que yo sabía que usted vendría hoy y que conversaríamos de esto.

Yo todavía tenía en la nariz el olor a podrido seco de la casa, y sabía que pasarían días antes de que me lo sacara de la ropa.

—Me gustaría suprimir, para siempre, el día de hoy del almanaque —dije.

—Y dejarlos que se las arreglen solos. Les vendría bien.

—No están solos —dije—. Jessie está con ellos. Jessie estará siempre con ellos, hasta que la casa, y todo lo que hay en ella, desaparezca.

Al frunció el ceño.

—Es lo más raro que ha sucedido en esta ciudad. La casa toda negra; ella, corriendo por las calles, como perseguida; y él, tendido en la cama, mirando las paredes, porque... ¿cuándo fue que Jessie se ca­yó abogado?

Moviendo los ojos apenas un poco, pude ver, por detrás de Al, mi cara reflejada en el espejo: rubi­cunda, de mandíbulas fuertes, algo incrédulo.

—Hace veinte años —me oí decir—. Justamente hoy hace veinte años.


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