viernes, 6 de mayo de 2016

EN EL BOSQUE DE VILLEFERE


Robert E. Howard

EL SOL SE OCULTABA. Las inmensas sombras se extendían rápidamente por el bosque. En aquel extraño crepúsculo de un día de fines de verano veía ante mí el sinuoso sendero que desaparecía entre los ingentes árboles. Temblaba y miraba ocasionalmente por encima del hombro con cierto temor. Millas a mis espaldas se hallaba el pueblo más próximo... millas al frente se hallaba el siguiente.

Miraba a derecha e izquierda mientras continuaba la marcha y, de vez en cuando, lanzaba un vistazo hacia atrás. También de vez en cuando me detenía bruscamente, empuñando el estoque, al oír la rotura de los ramajes que desvelaba la presencia de algún animal. ¿Un animal?

Sin embargo, el sendero continuaba, y yo lo seguía, pues, de todos modos, no podía hacer nada mejor.

Mientras avanzaba, pensaba: "Mi propia imaginación va a jugarme una mala pasada si no estoy atento. ¿Quién va a acechar en este bosque excepto las criaturas que lo pueblan habitualmente, ciervos y otros animales parecidos? ¡Fuera todas esas estúpidas leyendas pueblerinas!".

Y así continué caminando mientras el crepúsculo desaparecía e iba siendo sustituido por las tinieblas. Las estrellas empezaron a titilar y las hojas de los árboles murmuraron a impulso de la ligera brisa. Me detuve, al poco, en seco; saltóme la espada a la mano, pues, justo ante mí, tras un recodo del sendero, alguien cantaba. No podía distinguir las palabras, pero el acento era extraño, casi bárbaro.

Me abrigué rápidamente tras un gran árbol, con un sudor frío perlándome la frente. No tardó el cantor en aparecer. Era un hombre alto y delgado, indistinto en el crepúsculo. Me encogí de hombros. No tenia que temer de un hombre.

Salté de detrás del árbol que me ocultaba, levantando la punta de la espada.

—¡Alto!

No manifestó sorpresa alguna.

—Por favor, amigo mío, manejad vuestra espada con cuidado — dijo.

Un poco avergonzado, abatí el arma.

—Acabo de llegar a este bosque —dije para disculparme—, Había oído hablar de los salteadores. Os pido perdón. ¿Dónde se encuentra la ruta que conduce a Villefére?

—Corbieu, os habéis equivocado —me respondió—. Debisteis tomar la desviación de la derecha. La dejasteis atrás hace unos instantes. Yo mismo me dirijo a Villefére. Si aceptáis mi compañía, os guiaré.

Dudé. Pero, ¿por qué razón había de hacerlo?

—Naturalmente. Me llamo Montour, de Normandía.

—Yo soy Carolus, el Lobo.

—¡No! —exclamé, dando un paso hacia atrás. Me miró, sorprendido.

—Perdonadme —dije—. ¡El nombre es muy extraño!

—Mis ancestros fueron grandes cazadores —me respondió. No me ofreció la mano.

—Excusad mi sorpresa —dije mientras bajábamos por el sendero—, pero apenas puedo distinguir vuestro rostro en la oscuridad.

Sentí cómo reía, aunque no emitió sonido alguno.

—Mirar cuesta poco —contestó. Me acerqué a él y salté hacia atrás al tiempo que se me erizaba el cabello.

—¡Una máscara! —exclamé—. ¿Por qué portáis máscara, messiret

—Como consecuencia de un voto —me explicó—. Siendo perseguido por una manada de perros, hice el juramento de llevar máscara durante un tiempo si escapaba de ellos.

—¿Perros, messire'!

—Lobos —replicó vivamente—. He dicho lobos. Caminamos en silencio durante un trecho. Más tarde, mi compañero añadió:

—Me sorprende que atraveséis de noche este bosque. Muy poca gente se aventura por estos caminos, ni siquiera de día.

—Estoy obligado a alcanzar la frontera —contesté—. Acaba de firmarse un tratado con los ingleses y el Duque de Borgoña debe ser informado. Los aldeanos intentaron disuadirme de que hiciera el camino de noche. Me hablaron de un... lobo que, según ellos, acecha en este bosque.

—Aquí es donde se bifurca el sendero hacia Villefére

—dijo, y pude ver un estrecho sendero sinuoso que no había visto al pasar ante él, instantes antes. Se sumía en la oscuridad de los árboles. Temblé.

—¿Deseáis volver al pueblo?

—¡No! —exclamé—. ¡No, no! Guiadme.

El sendero era tan estrecho que tuvimos que caminar uno tras otro, el precediéndome. Le examiné con cuidado. Era alto, mucho más alto que yo, delgado y filiforme. Vestía ropas que procedían, evidentemente, de España. Una larga espada colgaba a su cintura. Caminaba con largas y ágiles zancadas, sin hacer ruido.

No tardó en ponerse a hablar de viajes y aventuras. Habló de numerosos países y mares que había visto, y discutió de muchos temas extraños. Y así, mientras conversábamos, nos fuimos hundiendo cada vez más en el bosque.

Imaginé que seria francés. Sin embargo, tenía un acento muy raro que no era ni francés, ni español, ni inglés, y que ni siquiera evocaba ninguna lengua que yo hubiera oído antes. Extrañamente se equivocaba en algunas palabras y, en otras, era incapaz de pronunciarlas.

—Este camino no es muy frecuentado, ¿no es así?

—pregunté.

—No mucho, efectivamente —respondió, riendo silenciosamente. Temblé. Todo estaba muy oscuro y las hojas susurraban entre las ramas.

—Un demonio acecha en este bosque —dije.

—Eso dicen los aldeanos —contestó—, pero yo, que he atravesado este bosque muy a menudo, nunca le he visto la cara.

Empezó a hablar entonces de raras criaturas de las tinieblas y la luna se fue levantando y las sombras se deslizaron entre los árboles. Levantó el rostro hacia la luna.

—Apresuraos —dijo—. Debemos llegar a nuestro destino antes de que la luna alcance el cénit. Apretamos el paso.

—Dicen —proseguí—, que hay un hombre-lobo acechando en estas regiones boscosas.

—Podría ser —contestó, y argumentamos ampliamente sobre aquel tema.

—Las viejas pretenden —me reveló— que, si se mata a un hombre-lobo bajo su forma lobuna, sólo entonces, está verdaderamente muerto. Pero si es muerto bajo su forma humana, la mitad de su alma vivirá siempre en aquel que lo haya matado. Pero, apresurémonos, la luna casi ha llegado al apogeo.

Desembocamos en un pequeño claro iluminado por la luna. El desconocido dejó de andar.

—Descansemos un instante —pidió.

—No, sigamos —le apremié—. No me gusta este lugar. Rió silenciosamente.

—Vamos —dijo—. Es un precioso calvero. Es tan agradable como la sala de un banquete y yo mismo he celebrado fiestas aquí frecuentemente. ¡Ja, ja, ja! Mirad, voy a enseñaros un paso de baile. —Empezó a saltar de un lado para otro, echando la cabeza hacia atrás y riendo silenciosamente. Pensé que aquel hombre estaba loco.

Mientras continuaba con su demencial danza, miré a mi alrededor. El sendero no continuaba más allá... se cerraba en el claro.

—Adelante —dije—. Debemos continuar. ¿Acaso no oléis el rancio aroma de fiera que impregna el calvero? Por aquí hay una madriguera de lobos. Puede que estén cerca de nosotros, deslizándose para rodearnos en este preciso momento.

Se dejó caer a cuatro patas, saltando más alto que mi cabeza, y vino hacia mí con un raro movimiento serpenteante.

—Este baile se llama la Danza del Lobo —dijo. Y mis cabellos se erizaron.

—¡No os acerquéis! —Di un paso hacia atrás y, con un grito penetrante que levantó vibrantes ecos en el bosque, saltó hacia mí. Aunque la espada le colgaba del cinturón, no la desenvainó. Mi estoque estaba casi fuera cuando se agarró a mi brazo y me arrojó a tierra violentamente. Le arrastré en mi caída y ambos golpeamos contra el suelo. Liberando una de mis manos con un movimiento ágil, le arranqué la máscara. Un grito de horror escapó de mis labios. Ojos de bestia brillaban bajo la máscara, blancos colmillos reflejaban la luz de la luna. Aquella era la cara de un lobo.

En un instante, los colmillos me amenazaron la garganta. Manos ganchudas me arrancaron la espada. Golpeé con los puños aquella horrible faz, pero las mandíbulas se cerraron sobre mi hombro, asiéndolo firmemente, mientras las garras intentaban abrirme la garganta. Me encontré de espaldas. El mundo se diluía. Golpeé ciegamente. Mi mano cayó, cerrándose automáticamente en la empuñadura de mi daga. La desenvainé y asesté una cuchillada. Retumbó un terrible grito semibestial... un aullido. Titubeante, me incorporé. A mis pies se hallaba un hombre-lobo.

Me incliné, blandiendo la daga, pero me detuve levantando la vista. La luna flotaba en el cielo, casi en el cénit. Si mataba a la criatura bajo su forma humana, su terrible espíritu se albergaría en mí para siempre. Me senté a esperar. La criatura me miraba con sus ardientes ojos de lobo. Los largos miembros filiformes parecieron encogerse, curvarse. Los pelos parecieron crecer hasta recubrirle el cuerpo. Temiendo enloquecer, me apoderé de la espada del hombre-lobo y le hice pedazos. Luego, tirando la espada a lo lejos, eché a correr y huí por los bosques.


LOS ASESINOS

ERNEST HEMINGWAY

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.

-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.

-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Vos qué tenés ganas de comer, Al?

-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.

Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.

-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.

-Todavía no está listo.

-¿Entonces por qué carajo lo ponés en la carta?

-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.

George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.

-Son las cinco.

-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.

-Adelanta veinte minutos.

-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tenés para comer?

-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sánguches -dijo George-, jamón con huevos, tocino con huevos, hígado y tocino, o un bife.

-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.

-Esa es la cena.

-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?

-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocino con huevos, hígado...

-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.

-Dame tocino con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.

-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.

-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol, y otras bebidas gaseosas -enumeró George.

-Dije si tenés algo para tomar.

-Sólo lo que nombré.

-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?

-Summit.

-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.

-No -le contestó éste.

-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.

-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.

-Así es -dijo George.

-¿Así que creés que así es? -Al le preguntó a George.

-Seguro.

-Así que sos un chico vivo, ¿no?

-Seguro -respondió George.

-Pues no lo sos -dijo el otro hombrecito-. ¿No cierto, Al?

-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó: -¿Cómo te llamás?

-Adams.

-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No, Max, que es vivo?

-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.

George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocino con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.

-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.

-¿No te acordás?

-Jamón con huevos.

-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.

-¿Qué mirás? -dijo Max mirando a George.

-Nada.

-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.

-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.

George se rió.

-Vos no te rías -lo cortó Max-. No tenés nada de qué reírte, ¿entendés?

-Está bien -dijo George.

-Así que pensás que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.

-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.

-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.

-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, andá con tu amigo del otro lado del mostrador.

-¿Por? -preguntó Nick.

-Porque sí.

-Mejor pasá del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.

-¿Qué se proponen? -preguntó George.

-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?

-El negro.

-¿El negro? ¿Cómo el negro?

-El negro que cocina.

-Decile que venga.

-¿Qué se proponen?

-Decile que venga.

-¿Dónde se creen que están?

-Sabemos muy bien donde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?

-Por lo que decís, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tenés que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George- Escuchá, decile al negro que venga acá.

-¿Qué le van a hacer?

-Nada. Pensá un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?

George abrió la portezuela de la cocina y llamó: -Sam, vení un minutito.

El negro abrió la puerta de la cocina y salió.

-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.

-Muy bien, negro -dijo Al-. Quedate ahí.

El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador: -Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.

-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Volvé a la cocina, negro. Vos también, chico vivo.

El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, lo de Henry había sido una taberna.

-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no decís algo?

-¿De qué se trata todo esto?

-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.

-¿Por qué no le contás? -se oyó la voz de Al desde la cocina.

-¿De qué creés que se trata?

-No sé.

-¿Qué pensás?

Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.

-No lo diría.

-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.

-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escuchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, alejate de la barra. Vos, Max, correte un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.

-Decime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué pensás que va a pasar?

George no respondió.

-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conocés a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?

-Sí.

-Viene a comer todas las noches, ¿no?

-A veces.

-A las seis en punto, ¿no?

-Si viene.

-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?

-De vez en cuando.

-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como vos, está bueno ir al cine.

-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?

-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.

-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.

-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.

-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.

-Callate -dijo Al desde la cocina-. Hablás demasiado.

-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?

-Hablás demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.

-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?

-Uno nunca sabe.

-En un convento judío. Ahí estuviste vos.

George miró el reloj.

-Si viene alguien, decile que el cocinero salió, si después de eso se queda, le decís que cocinás vos. ¿Entendés, chico vivo?

-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?

-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.

George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un conductor de tranvías.

-Hola, George -saludó-. ¿Me servís la cena?

-Sam salió -dijo George-. Volverá alrededor de una hora y media.

-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.

-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Sos un verdadero caballero.

-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.

-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.

A las siete menos cinco George habló: -Ya no viene.

Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sánguche de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en sus bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó, el cliente pagó y salió.

-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.

-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.

-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.

Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.

-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.

-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.

En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.

-¿Por qué carajo no conseguís otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.

-Vamos, Al -insistió Max.

-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?

-No va a haber problemas con ellos.

-¿Estás seguro?

-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.

-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, vos hablás demasiado.

-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?

-Igual hablás demasiado -insistió Al. Este salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con sus manos enguantadas.

-Adios, chico vivo -le dijo a George-. La verdad que tuviste suerte.

-Es cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.

Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.

-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. Ya no quiero que vuelva a pasarme.

Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en su boca.

-¿Qué carajo...? -dijo pretendiendo seguridad.

-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.

-¿A Ole Andreson?

-Sí, a él.

El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.

-¿Ya se fueron? -preguntó.

-Sí -respondió George-, ya se fueron.

-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.

-Escuchá -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.

-Está bien.

-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.

-Si no querés no vayas -dijo George.

-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantenete al margen.

-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?

El cocinero se alejó.

-Los jóvenes siempre saben que es lo que quieren hacer -dijo.

-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.

-Voy para allá.

Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada. -¿Está Ole Andreson?

-¿Querés verlo?

-Sí, si está.

Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.

-¿Quién es?

-Alguien que viene a verlo, Sr. Andreson -respondió la mujer.

-Soy Nick Adams.

-Pasá.

Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido un boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.

-¿Qué pasó? -preguntó.

-Estaba en lo de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.

Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.

-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.

Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.

-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.

-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.

-Le voy a decir cómo eran.

-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.

-No es nada.

Nick miró al grandote que yacía en la cama.

-¿No quiere que vaya a la policía?

-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.

-¿No hay nada que yo pudiera hacer?

-No. No hay nada que hacer.

-Tal vez no lo dijeran en serio.

-No. Lo decían en serio.

Ole Andreson volteó hacia la pared.

-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.

-¿No podría escapar de la ciudad?

-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.

Seguía mirando a la pared.

-Ya no hay nada que hacer.

-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?

-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.

-Mejor vuelvo a lo de George -dijo Nick.

-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.

Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.

-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.

-No quiere salir.

-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?

-Sí, ya sabía.

-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.

-Bueno, buenas noches, Sra. Hirsch -saludó Nick.

-Yo no soy la Sra. Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la Sra. Bell.

-Bueno, buenas noches, Sra. Bell -dijo Nick.

-Buenas noches -dijo la mujer.

Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.

-¿Viste a Ole?

-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.

El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.

-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.

-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.

-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.

-¿Qué va a hacer?

-Nada.

-Lo van a matar.

-Supongo que sí.

-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.

-Supongo -dijo Nick.

-Es terrible.

-Horrible -dijo Nick.

Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.

-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.

-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.

-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.

-Sí -dijo George-. Es lo mejor que podés hacer.

-No soporto pensar en él esperando en su cuarto sabiendo lo que le va a pasar. Es realmente horrible.

-Bueno -dijo George-. Mejor dejá de pensar en eso.

ENCUENTRO INESPERADO


Johann Peter Hebel

En Falun, Suecia, hace ya sus buenos cincuenta años y quizá más, un joven minero le dio un beso a su joven y hermosa novia diciéndole así: "En el día de Santa Lucía, nuestro amor será bendecido por la mano del sacerdote. Entonces seremos marido y mujer y construiremos nuestro nido nupcial". Y le dijo la novia hermosa con una dulce sonrisa: "Y en él habrán de morar la paz y el amor, pues tú eres mi único y mi todo, y sin ti preferiría estar en la tumba y no en otro lugar". Pero cuando, antes del día de Santa Lucía, el sacerdote hubo de preguntar por segunda vez en la iglesia: "¿Alguien sabe de algún impedimento para que estas personas realicen su unión conyugal?", la muerte se presentó. Pues cuando el joven pasó, a la siguiente mañana, con su negro traje de minero ante la casa de su amada —y el minero lleva siempre su vestimenta mortuoria—, tocó en verdad una vez más a su ventana y le dijo: "Buenos días", pero sin decirle ya más: "Buenas noches". Él nunca volvió de la mina y ella bordó inútilmente esa misma mañana su negra bufanda de cenefas rojas; y como nunca más volviese, ella guardó la prenda y lloró por él sin jamás olvidarlo. Por ese tiempo la ciudad de Lisboa, en Portugal, fue destruida por un terremoto, y pasó la guerra de Siete Años, y el emperador Francisco I murió, y la orden de los jesuitas fue suprimida, y Polonia fue repartida, y la emperatriz Maria Teresa murió y Struensee fue ajusticiado,

América se liberó, y los poderes unidos de Francia y España no pudieron conquistar Gibraltar. Los turcos enclaustraron al general Stein en la cueva de los Siete Veteranos, en Hungría, y el emperador José también murió. El rey Gustavo de Suecia conquistó la Finlandia rusa, y la revolución francesa y la larga guerra dieron comienzo, y el emperador Leopoldo II bajó también a su tumba. Napoleón conquistó Prusia, y los ingleses bombardearon Copenhague, y los campesinos sembraban y segaban. El molinero molía, y los herreros forjaban, y los mineros cavaban en busca de filones metalíferos en su taller subterráneo. Pero cuando los mineros de Falún, en el año de 1809, poco antes o después del día de San Juan, quisieron excavar entre dos pozos de mina un boquete, sacaron de entre escombros y agua vitriolada, desde sus buenas trescientas varas bajo el suelo, a un joven envuelto por completo en un bloque de vitriolo, incorrupto e inalterado pese a ello, por lo que aún podían reconocerse plenamente los rasgos de su rostro y su edad, tal como si hubiera muerto una hora antes o se hubiese quedado dormido durante el trabajo. Pero cuando hubo de ser puesto a la luz del dia, su padre y su madre, sus amigos y sus conocidos habían muerto hacía ya largo tiempo, y ningún individuo quiso conocer al joven durmiente o saber algo acerca de su desgracia hasta que acudió la antigua enamorada del minero que un día bajó a los túneles y nunca más regresó. Canosa y arrugada, fue al lugar ayudada de una muleta y reconoció a su novio; y más con jubiloso entusiasmo que con dolor, se inclinó ante el amado cuerpo y en seguida de que se hubo repuesto de una prolongada y vehemente conmoción, dijo por último: "Es mi amado por el cual he Ilorado por largos cincuenta años y que Dios me ha permitido ver de nuevo antes de mi muerte. Ocho dias antes del dia de la boda, se fue a la mina sin volver nunca más". Entonces los sentimientos de todos los presentes fueron conmovidos hasta la tristeza y las lágrimas al ver a la anciana novia convertida entonces en la imagen de una anciana sin fuerzas y al novio todavía en su juvenil hermosura, y cómo resucitaba una vez más en su pecho, después de cincuenta años, la llama de su amor juvenil; pero él nunca abrió la boca para sonreír ni los ojos para reconocer; y ella, finalmente, pidió a los mineros que lo llevaran a su cuartito, hasta que fuese cavada su sepultura en el cementerio monacal, por ser ella la única a quien le pertenecía y tener derecho a él. Al día siguiente, cuando fue cavada la tumba en el cementerio y los mineros fueron a recogerlo, ella abrió un cofrecillo y le envolvió el cuello con la bufanda negra ribeteada de rojo y lo acompañó con sus ropas de domingo como si fuese el día de su boda y no el de su entierro. Entonces, cuando fue puesto en la tumba del cementerio, ella dijo: "Duerme bien ahora, un día o diez, en tu frío lecho nupcial; el tiempo no te será largo. Yo ya tengo poco que hacer y pronto vendré, y pronto será nuevamente de día", le dijo al marcharse y volver a mirarlo una vez más.


GIGAMESH


Patrick Hannahan
(Transworld Publishers, Londres)

Prólogo por Stanislaw Lem

He aquí un autor que tuvo envidia del éxito de Joyce. En Ulises, toda la Odisea se concentra en un solo día transcurrido en Dublín, el infernal palacio de Circe es el envés de la Belle Epoque, la más barata confección pantalonera de Gerta McDowell se retuerce en una saga para el comprador Bloom, las cuatrocientas mil palabras forman un desfile de protestas contra la época victoriana, a la que hace estallar con el arma de todas las estilísticas disponibles para una pluma desde el flujo espontáneo de la conciencia hasta él acta de un juez de instrucción. ¿No fue acaso la culminación de la novela y, al mismo tiempo, una monumental inhumación de la misma en el panteón familiar de las artes (en Ulises hay incluso música)? Se ve que no; se ve que el mismo James Joyce juzgó que no lo era, puesto que decidió ir más lejos y escribir un libro donde se concentrara la cultura no en una solo lengua, sino que fuera como una lente convergente del universalismo lingüístico, un descenso a los cimientos de la torre de Babel. Ni confirmamos ni negamos aquí las excelencias de Ulises y Finnegan's Wake, dos actos de temeridad en una aproximación a lo infinito. Una crítica solitaria ya no puede ser más que un granito añadido a la montaña de homenajes y anatemas erigida sobre los dos libros. En cambio, estamos seguros de que Patrick Hannaban, compatriota de Joyce, nunca hubiera escrito su Gigamesh si no hubiese aquel gran ejemplo, que para él fue un reto.

Hubiera cabido suponer que su idea sólo podía terminar en un fracaso rotundo. Es un esfuerzo vano producir un segundo Ulises o un segundo Finnegan. En las cumbres del arte sólo cuenta las primeras hazañas, igual que en la historia del alpinismo sólo son importantes las primeras ascensiones a unos picos todavía no conquistados.

Hannahan, bastante indulgente con Finnegan's Wake, lo es menos con Ulises. «¡Valiente idea—dice—la de meter el espíritu del siglo XIX europeo, emplazado en Irlanda, en el sarcófago de la Odisea! El mismo original de Homero es de un valor dudoso. Es un cómic de la antigüedad en el que Ulises desempeña el papel de Supermán, con el happy end de rigor. Ex ungue teonem: al escoger sus modelos: el escritor da la medida de su talla. La Odisea es un plagio manifiesto de Gilgamesh, aliñado conforme el gusto del público griego. Lo que en la epopeya babilónica constituía la tragedia de una lucha coronada por la derrota, ha sido convertido por los griegos en la aventura pintoresca de un viaje por el mar Mediterráneo. Navigare necesse est. "la vida es un viaje", ¡qué pensamientos tan profundos! La Odisea es un plagio disminuido, ya que carece de toda la grandeza de la lucha de Gilgamesh.»

Hay que reconocer que Gilgamesh contiene realmente—tal como nos enseña la sumerología—unas = tramas aprovechadas por Homero, por ejemplo, la de Odiseo, Circe y Caronte, y que es, tal vez, la versión mas antigua de la ontología trágica, puesto que muestra lo que Rainer Marie Rilke llamaría treinta y seis siglos más tarde «el crecimiento» y que consiste en que «der Tiefbesiegte von immer Grossërem zu sein». El destino humano, visto como una lucha que conduce, irremediablemente, a la derrota, éste es en definitiva el sentido de Gilgamesh.

Patrick Hannahan decidió, pues, extender sobre la epopeya babilónica su propio lienzo épico, bastante peculiar, dicho sea de paso, ya que su Gigamesh es una historia muy limitada en el tiempo y el espacio. Un gángster profesional, asesino a sueldo, soldado americano de la última guerra mundial, G.I.J. Maesch (Government Issue Joe: así llamaban a los soldados rasos del ejército de los Estados Unidos), desenmascarada su actividad criminal por la denuncia de un tal N. Kiddy, ha de ser ahorcado según el veredicto del tribunal militar, en una pequeña localidad del condado de Norfolk, donde estaba estacionada su unidad. Toda la acción transcurre en 36 minutos tiempo necesario para el traslado del reo desde la cárcel al lugar de la ejecución. La cosa termina con una imagen de la soga, cuyo lazo negro—visto sobre el fondo del cielo—cubre la nuca de un Maesch inmutable. Pues bien, aquel Maesch es Gilgamesh, el héroe semidivino de la epopeya babilónica, y el que lo entrega a la horca—su viejo compañero N. Kiddy—es el mejor amigo de Gilgamesh, Enkidu, creado por los dioses para el exterminio de Gilgamesh. A la luz de este análisis se vuelve muy visible el parecido del método creativo de Ulises con el de Gigamesh. La ecuanimidad nos obligue a concentrarnos sobre las diferencias entre ambas obras. La tarea no resulta extremadamente difícil, por cuanto Hannahan (en esto sí que se ha diferenciado de Joyce) proveyó su libro de una introducción dos veces más voluminosa que la novela misma (para ser exactos: Gigamesh consta de 395 páginas, y la introducción, de 847). Nos damos cuenta del método de Hannahan desde el primer capítulo (de 70 páginas) de la introducción, en el cual se nos explica la multiplicidad de conceptos surgidos de una sola palabra: el título de la obra. Gigamesh precede, en primer lugar y abiertamente, de Gilgamesh. Así se patentiza su prototipo mítico, igual que en Joyce, cuyo Ulises nos advierte de su entronque clásico antes de que hayamos leído la primera palabra del texto. La omisión de la letra «L» en el nombre «Gigamesh» no es fortuita; «L» significa Lucipherus, Lucifer, Príncipe de las Tinieblas, presente en la obra a pesar de no aparecer en ella en persona. La letra (L) está, pues, en la misma relación con el nombre (Gigamesh), que Lucifer con los acontecimientos de la novela: está allí, pero invisiblemente. A través de «Logos», «L» indica al Principio (la Palabra Creadora del Génesis); a través de «Laokoon», el Fin (el fin de Laokoon fue causado por unas serpientes que lo estrangularon, igual que el protagonista de Gigamesh moriría estrangulado en la horca). «L» posee 97 conexiones más, pero no podemos citarlas todas aquí.

Prosiguiendo la lectura de la introducción, nos enteramos de que Gigamesh se puede interpretar como «A GIGAntic MESS», la terrible confusión y desgracia de la situación del protagonista, condenado a muerte. La palabra se compone también de: «gig», una embarcación pequeña (Maesch ahogaba a sus víctimas en un gig cegado con cemento); GIGgle – la risa diabólica – es una referencia (Nº 1) a la frase musical del descenso a los infiernos según «Klage Dr. Faustii» (volveremos a hablar de ello); GIGA: a) un violín italiano (una nueva alusión al substrato musical de la epopeya), b) el prefijo que significa miles de millones de unidades de fuerza (por ejemplo, en la palabra GIGAVATIOS), aquí: la fuerza del Mal de la civilización técnica. «Geegh». en celta antiguo «largo de aquí», o «¡fuera!». Desde el «Giga» italiano llegamos, a través de la «Gigue» francesa, al «geigen» alemán, definición popular de la cópula. Nos vemos obligados, por falta de sitio, a terminar aquí la explicación etimológica. Si se divide el título en partes diferentes: «GiGAME-Sh», se descubren otros aspectos de la obra. «Game» significa «juego», pero también «caza» (al hombre, en este caso, a Maesch). Pero hay más cosas: en su juventud, Maesch ha sido un «gigolo » (GIG-olo); «Ame», en germánico antiguo «Amrne», significa nodriza; MESH significa red, por ejemplo aquella en la cual Marte atrapó a su divina esposa con el amante y puede referirse, por tanto a «laze», «trampa», SOGA (de ahorcar), y además, a un sistema de ruedas dentadas (por ejemplo «synchro-MESH»: cambio de velocidades sincronizado).

Un párrafo aparte se ocupa del título leído al revés ya que Maesch, durante su traslado al lugar de la ejecución, dirige sus pensamientos hacia atrás para encontrar el recuerdo del más monstruoso de sus crímenes, esperando que su muerte en la horca lo redima. En su mente transcurre, pues, un Juego (¡Game!) por la apuesta suprema: si recuerda una acción infinitamente repugnante, igualará el infinito Sacrificio de la Redención divina, es decir, se convertirá en un Antirredentor en el sentido metafísico. Maesch, evidentemente, no desarrolla esto antiteodicea conscientemente, sino que —psicológicamente— busca una monstruosidad para que le confiera la impasibilidad ante el cadalso. Por tanto, G.I. Maesch es un Gilgamesh que en la derrota alcanza la perfección negativa. He aquí la perfecta simetría de la asimetría respecto al héroe babilonio.

Así pues, «Gigamesh» leído al revés, suena «Shemagig». «Shema» es una palabra hebraica sacada del Pentatouco («¡Shema Israel!»: «¡Escucha Israel, tu Dios es el Dios único!»). Como hablamos de una inversión, se trata de un Antidiós, o sea la personalización del Mal. «Gig», en este caso es, naturalmente, «Gog» («Gog y Magog»). «Shem» no es otra cosa que «Sim», la primera parte del nombre de Simeón Estilita: la soga cuelga del pilar, así que Maesch, ahorcado, será estilita «a rebours», porque no se mantendrá de pie sobre una columna, sino que colgará debajo de ella. Este es el paso sucesivo de la antisimetría. Habiendo comentado de este modo en su exégesis 2912 términos sumerios, babilónicos, caldeos, griegos, cirílicos, hotentotes, bantú, surcurílicos, sefarditas, apaches (los apaches, como se sabe, suelen gritar «Igh» o «Hugh»), junto con sus antecedentes sánscritos y referencias al slang del hampa, Hannahan nos quiere convencer, e insiste en ello, de que todo aquello no era un amasijo fortuito, sino una rosa semántica de los vientos, un instrumento de precisión, una brújula multidimensional y un plano de la obra y su cartografía, una presentación de todas las conexiones que la novela realiza polifónicamente. Para tener la seguridad de superar a Joyce, Hannahan decidió hacer de su libro un nudo (¡dogal!) no sólo universalmente cultural y étnico, sino también lingüístico. Era un designio necesario (ejemplo: sin ir más lejos, la sola letra «M» de «GigaMesh» nos remonta a la historia de los Mayas, al dios Vitzli-Putzli, a todas las cosmogonías aztecas), pero insuficiente, puesto que el libro está tejido de la totalidad del saber humano existente. Y no nos referimos a la ciencia actual solamente, sino a la historia de la ciencia, o sea, a la aritmética cuneiforme babilónica, a las imágenes del mundo – desvaídas y cubiertas de cenizas– caldeas, egipcias, desde la era del tolomeísmo hasta la einsteiniana, al cálculo matricial y patricio, al álgebra de tensores y grupos, a la manera de cocer los jarrones de la dinastía Ming, a las máquinas de Lilienthal, Hieronymous, Leonardo, al globo perdido de Andrée y al globo del general Nobile. (El hecho de que durante la expedición de Nobile haya habido casos de canibalismo tiene un sentido profundo y particular para la novela: es como el punto en el cual un peso fatídico cayera en el agua y perturbara la quietud de su superficie. Y los círculos de las olas que se extienden concéntricamente más y más lejos en torno a Gigamesh es el «todo total» de la existencia humana sobre la Tierra, desde el Homo Javanensis y el Paleopitecus.) La información completa reposa dentro de Gigamesh, oculta, pero posible de encontrar, como en el mundo real.

Llegamos, pues, a percibir poco a poco el pensamiento que guió a Hannahan en la composición de su obra: para superar a su gran compatriota y predecesor, el autor quiere que su novela contenga todo el bagaje idiomático, cultural e histórico del universo, la omniciencia y la omnitécnica (Pangnosis). La imposibilidad de llevar a cabo un proyecto semejante parece saltar a la vista y su autor puede ser tomado por un imbécil: ¡una sola novela, la historia del ahorcamiento de un gángster cualquiera, iba a ser extracto, matriz, clave y cámara de tesoros de todo lo que colma las bibliotecas del globo terráqueo! Como Hannahan comprende y prevé la fría e irónica desconfianza del lector, no se limita a hacer promesas, sino que recurre a la introducción para probar sus razones.

En la imposibilidad de hacer un resumen de la misma, sólo podemos mostrar el método creativo de Hannahan ciñéndonos a un pequeño ejemplo marginal. A lo largo de las ocho páginas del primer capítulo de Gigamesh, el reo hace sus necesidades en la letrina de la cárcel militar, leyendo, encima del urinario, los incontables «graffiti», hechos por los soldados prisioneros, que adornan las paredes de aquel local. Los lee distraídamente, sin que sus pensamientos se detengan en las inscripciones. La extrema obscenidad de estas últimas nos aparece –a causa, precisamente de la poca atención que se les dedica– como el fondo de todo, pero no lo es en realidad, ya que a través de ellas penetramos directamente en las sucias, calientes y enormes entrañas del género humano, en el infierno de su simbolismo coprológico y fisiológico que se remonta, pasando por el Kamasutra y las «batallas de flores» chinas, a las obscuras cavernas pobladas de las Venus esteatopígicas de los primeros hombres, con su sexo desnudo que se adivina en los torpes dibujos de la pared. En la obsesión fálica de otras figuras se insinúa el Oriente y sus ritos sacralizadores de Phallos-Lin- gam. Aquel Oriente nos enseña que la sede del primer Paraíso era, de hecho, la de una mentira endeble, incapaz de disfrazar la verdad, que al principio hubo una mala información. Así es realmente, puesto que el Sexo y el «pecado» aparecieron allí donde las primeras amebas perdieron la virginidad de la unisexualidad: la equipotencia y la bipolaridad del Sexo deben ser deducidas directamente de la Teoría de la Información de Shannon. ¡Aquí descubrimos para qué servían las dos últimas letras (SH) del título de la epopeya! Así pues, el camino que arranca de las paredes de la letrina conduce al abismo de la evolución natural... a la que sirvió de hoja de higuera la cultura.

Sin embargo, todo esto no es más que una gota de agua en el océano, ya que dicho capítulo contiene además:

El número pitagórico «Pi», símbolo de la feminidad (3,14159265359787...), expresado en la cantidad de letras que componen mil palabras del capítulo.

Si tomamos los números que indican las fechas de nacimiento de Weisman, Mendel y Darwin y los aplicamos al texto como una clave a un cifrado, veremos que el aparente caos de una escatología de retrete es una lección de mecánica sexual, donde los cuerpos colisionantes son sustituidos por los cuerpos copulantes, y que toda esa corriente de significados empieza a sincronizarse (SYNCHROMESH) con otras partes de la obra de modo siguiente: el capítulo III (¡Trinidad!) se relaciona con el capítulo X (¡el embarazo dura 10 meses lunares!); este último, leído al revés, resulta ser el freudismo explicado en arameo. Esto no es todo: como demuestra el capítulo III –si lo superponemos al IV poniendo el libro cabeza abajo– el freudismo, o sea, la doctrina psicoanalítica, se convertirá en una versión del cristianismo secularizada y naturalista. Estado anterior a la Neurosis = el Paraíso; complejo de la Infancia = la Caída; neurótico = el Pecador; Psicoanalista = el Salvador; cura freudiana = Salvación por la gracia.



Al salir de la letrina, al final del capítulo I, Maesch silba una tonadilla de dieciséis tiempos (16 años tenía la muchacha que violó y ahogó en la canoa), cantando para sus adentros la letra, por cierto muy vulgar. Este exceso tiene una motivación psicológica en aquel momento; por otra parte, la canción, analizada desde el punto de vista silabotónico, nos da una matriz rectangular de transformaciones para el capítulo siguiente (que tiene dos significados, según utilizamos, o no, la matriz).

El capítulo II expone el desarrollo de la canción blasfema, silbada por Maesch en el primero; pero, si aplicarnos la matriz, las blasfemias se transforman en loas celestiales. Se nos da aquí tres referencias: 1) al Fausto de Marlowe (acto II, escena VI y sig.); 2) al Fausto de Goethe (alles vergangliche ist nur ein Gleichniss); 3) al Doctor Faustus de T. Mann. Esta última es un verdadero alarde de habilidad: si sucesivamente subordinamos las notas de la llave gregoriana a cada una de las letras que componen las palabras el capítulo II se convierte en una composición musical: el Apocalypsis cum Figuris, que Hannahan recrea en base a la descripción de T. Mann. Este último atribuye la realización musical al compositor Adrian Leverkühn. La música infernal está presente y, al mismo tiempo, ausente en la obra de Hannahan (no figura en ella de manera manifiesta), igual que Lucifer (la letra «L» omitida en el título). Los capítulos IX, X y XI (el apearse de la camioneta, el consuelo espiritual, la preparación del patíbulo), tienen también un trasfondo musical (el de Klage Dr. Fausti), pero, si puede decirse así, de pasada. Tratados como un sistema adiabático (en el sentido que le había dado Sadi-Carnot), se transforman en una Catedral, construida conforme a la constante de Boltzmann, en la que se está celebrando una Misa Negra. (Como retiro espiritual figuran los recuerdos de Maesch en la camioneta, culminados en un juramento, cuyos glissanda subidos de tono cierran el capítulo VII.) Esos capítulos forman una verdadera catedral, ya que las proporciones entre las frases y fraseologías poseen un esqueleto sintáctico que no es sino una proyección – la de Monge, sobre una superficie imaginaria – de la catedral de Notre Dame con todos sus pináculos, cruceros, contrafuertes, su portal monumental, su célebre rosetón gótico, etc., etc. Como vemos, en Gigamesh se encuentra también la arquitectura inspirada en una teodicea. El lector encontrará en la introducción (pág. 397 y sig.) el plano completo de la catedral, tal como nos lo ofrece el texto de los capítulos citados, a escala de l:1000. Sin embargo, si en vez de la proyección estereométrica de Monge aplicamos la poliédrica irregular, con la distorsión inicial indicada por la matriz del capítulo I, obtendremos el Palacio de Circe, y la Misa Negra quedará transformada en una caricatura de la explicación de la doctrina augustina (otro ejemplo de iconoclastia: la doctrina augustina en el Palacio de Circe y la Misa Negra en la Catedral). La Catedral y el Augustinismo no están, pues, metidos en la obra de manera mecánica, sino que constituyen elementos de la argumentación. Este solo ejemplo nos explica cómo el autor, gracias a su obstinación irlandesa, integra en su novela todo el mundo del hombre, junto con sus mitos, sinfonías, iglesias, ciencias físicas y anales de la historia universal. Nuestro ejemplo se conecta también con el título, puesto que –si seguimos esta senda interpretativa –, Gigamesh designa una «mezcla gigante», hecho que tiene un sentido extraordinariamente profundo. Por cierto, según la II ley de la termodinámica, el Cosmos está encaminado hacia el caos final. La entropía tiene que ir en aumento y, por tanto, el fin de toda existencia es la derrota. Así pues, «a GIGAntic Mess» no es solamente lo que ocurre a un ex gángster. El Universo entero es «a Gigantic Mess» (en el lenguaje popular «desorden» se traduce en «burdel», por esta razón la imagen del Cosmos son todas las casas públicas que Maesch recuerda en su camino al patíbulo). Al mismo tiempo se está celebrando «a Gigantic Mess» –misa gigante– de la transubstanciación del Orden en el Desorden final. De ahí la asociación de Sadi-Carnot con la Catedral, y la incorporación a esta última de la constante de Boltzmann: ¡Hannahan no podía evitarlo, porque el Juicio Final será el caos! Es evidente que el mito de Gilgamesh encuentra su plena encarnación en la obra, pero la fidelidad de Hannahan al prototipo babilonio es una bagatela frente al abismo de interpretaciones que se abre en cada una de las 241.000 palabras de la novela. La traición que N. Kiddy (Endiku) comete respecto a Maesch-Gilgamesh simboliza el amasijo acumulativo de todas las traiciones de la historia. N. Kiddy es también Judas, G.I.J. Maesch es también el Redentor, etc., etc.

Si abrimos el libro al azar, encontramos en la página 131, línea 4, la exclamación « ¡Bah! », con la cual Maesch acoge el cigarrillo Camel ofrecido por el chófer de la camioneta. En el índice de la introducción encontrarnos 27 «¡Bah!» diferentes; al de la página 131 corresponde la serie siguiente: Baal, Bahía, Baobab, Baker (podríamos creer que Hannahan se había equivocado, dándonos una ortografía falsa del apellido del pintor holandés, pero no es así, ni mucho menos. La «c» suprimida alude, conforme al principio que ya conocemos, a la «c» de Cantor, símbolo del Continuum en su transfinalidad), Baphomet, Babeliscos (obeliscos babilonios: un neologismo típico del autor), Babel (Isaac), Abraham, Jacobo, escalera, bomberos, motobomba, disturbio, hippies (¡h!) Badmington, cohete, luna, montañas, Berchtesgaden (esto último, porque «h» en «Bah» designa también al adorador de la Misa Negra que en el siglo XX ha sido Hitler). (I) Berchtesgaden era el refugio de montana de Hi ler en Baviera. ¡Así opera, a todos los niveles, una corta palabra, una exclamación corriente y moliente, tan inocente en su aspecto entimemático! ¡Figurémonos, pues, los laberintos semánticos que se abren en las plantas superiores de ese rascacielos lingüístico que es Gigamesh! Las teorías de preformismo luchan en él con las de epigénesis (cap. I II, pág. 240 y sig.) ; los gestos de las manos del verdugo mientras ata el lazo del dogal, tienen por acompañamiento sintáctico la teoría de Hoyle-Milne sobre el enlace de dos escalas temporales en las galaxias espirales, y los recuerdos de Maesch sobre sus crímenes constituyen el registro total de todas las caídas del hombre. (La introducción indica cómo se coordinan con los delitos de Maesch las Cruzadas, el imperio de Carlos Martel, la matanza de los Albigenses, la de los Armenios, la quema de Giordano Bruno, los suplicios de las brujas, las locuras colectivas, los flagelantes, la peste, las danzas de la muerte de Holbein, el arca de Noé, Arkansas, ad calendas graecas, ad náuseam, etc.). El ginecólogo a quien Maesch mató a patadas en Cincinnati se llamaba Cross B. Androidiss; por lo tanto, tenía Cruz por nombre y, por apellido, un conglomerado de lo humanoide (Android, Androi, Anthropos) y Ulises (Odis). La letra central – B – hace referencia a la tonalidad B-mol del Lamento del Dr. Fausto, incorporado en aquella parte del texto. Sí, esta novela es un abismo sin fondo; dondequiera que la toquemos, se abre ante nosotros una infinidad de caminos (la sistemática de las comas en el capítulo VI, por ejemplo, corresponde al trazado del mapa de Roma), nunca insignificantes, ya que todos ellos, con sus ramificaciones, se entrelazan armoniosamente para crear un todo coherente (hecho que Hannahan demuestra aplicando los métodos del algebra topológica: cf. Introducción, Apéndice Matemático, pág. 811 y sig.). Así pues, todo se ha cumplido. Sin embargo, queda una duda: ¿Alcanzó Patrick Hannahan la grandeza de su predecesor, o bien perdió la medida y se puso a sí mismo – pero junto con aquél – en tela de juicio en el reino de las artes? Hay quien dice que a Hannahan le ayudó un conjunto de computadoras, suministradas por International Business Machines. Aunque fuera verdad, no veo en ello nada reprochable. Actualmente, los compositores se sirven con frecuencia de computadoras; ¿por qué tendría que prohibirse su empleo a los escritores’? Algunos opinan que los libros escritos de ese modo sólo son legibles para otras máquinas de cifrado, puesto que no existe hombre capaz de abarcar mentalmente un semejante océano de hechos y sus relaciones. Permitan, pues, que yo, a mi vez, haga una pregunta: ¿existe en el mundo un hombre capaz de abarcar de manera análoga Finnegan’s Wake o por lo menos Ulises? Conste que no me refiero al sentido literal, sino al de todas las alusiones, asociaciones y designaciones míticas, todas las relaciones paradigmáticas y arquetipismos, en los que dichas obras se apoyan y a las que deben su celebridad. ¡Estoy seguro de que nadie puede hacerlo solo! ¡Ni siquiera hay tiempo suficiente en una vida para leer la totalidad de la literatura interpretativa que ha proliferado en torno a la prosa de James Joyce! En resumidas cuentas, nos parece que la discusión sobre la legitimidad del uso de computadoras en la creación de una obra de arte no es, realmente, esencial. Los zoilos dicen que Hannahan ha producido el mayor logógrifo de la literatura, un monstruoso jeroglífico semántico, una charada o rompecabezas positivamente infernal. Que el amontonamiento de miles y millones de referencias en una obra literaria; los desfiles etimológicos, fraseológicos, hermenéuticos; la superposición de sentidos interminables y maliciosamente antinómicos, no es una creación artística, sino la elaboración de pasatiempos intelectuales para tipos particularmente paranoicos, para maníacos y coleccionistas que buscan la excitación en el manejo de las bibliografías. En una palabra, que su libro es una auténtica perversidad, una patología de la cultura, y no un producto del sano desarrollo de la misma. Les pido perdón a esos señores, pero, que me contesten la siguiente pregunta: ¿dónde, según ellos, hay que trazar la línea fronteriza entre la multiplicidad de significados que constituye la manifestación de una integración genial, y el enriquecimiento de una obra, logrado gracias a una multiplicidad parecida, pero interpretada como una mera esquizofrenia de la cultura? Conjeturo que los expertos en literatura o, mejor dicho, su camarilla antihannahaniana, temen quedarse en paro. Joyce había confeccionado sus deslumbrantes charadas sin dotarlas de ninguna interpretación suya; por tanto, cada crítico puede lucir su erudición, su agudeza de largo alcance e incluso su genial capacidad de interpretación, a través de los comentarios aplicados al Ulises y a Finnegan. Hannahan, en cambio, lo hizo todo él mismo. Sin limitarse a crear la obra, le añadió un aparato explicativo dos veces más voluminoso que la misma. En esto estriba la diferencia principal, y no en ciertas circunstancias que suelen aducirse, como, por ejemplo, el hecho de que Joyce «lo inventó todo él misrno», mientras que Hannahan ha sido secundado por unas computadoras conectadas con la Biblioteca del Congreso (23 millones de tomos). Realmente, no veo la salida del atolladero en el cual nos metió el irlandés con su mortífera escrupulosidad: o Gigamesh es el summum de la literatura contemporánea, o bien ni él ni las dos novelas de Joyce tienen derecho a figurar en el Olimpo de las bellas letras.


EXILIO


Edmond Hamilton


¡Lo que daría ahora por no haber hablado de ciencia ficción aquella noche! Si no lo hubiéramos hecho, en estos momentos no estaría obsesionado con esa bizarra e imposible historia que nunca podrá ser comprobada ni refutada.

Sin embargo, tratándose de cuatro escritores profesionales de relatos fantásticos, supongo que el tema resultaba ineludible. A pesar de que logramos posponerlo durante toda la cena y los tragos que tomamos después, Madison, gustoso, contó a grandes rasgos su partida de caza, y luego Brazell inició una discusión sobre los pronósticos de los Dodgers. Más tarde me vi obligado a desviar la conversación al terreno de la fantasía.


No era mi intención hacer algo así. Pero había bebido un escocés de más, y eso siempre me vuelve analítico. Y me divertía la perfecta apariencia de que los cuatro éramos personas comunes y corrientes.

-Camufiaje protector, eso es -anuncié-. ¡Cuánto nos esforzamos por actuar como chicos buenos, normales y ordinarios!

Brazell me miró, un poco molesto por la abrupta interrupción.


-¿De qué estás hablando?

-De nosotros cuatro -respondí-. ¡Qué espléndida imitación de ciudadanos hechos y derechos! Pero no estamos contentos con eso... ninguno de nosotros. Por el contrario, estamos violentamente insatisfechos con la Tierra y con todas sus obras; por eso nos pasamos la vida creando, uno tras otro, mundos imaginarios.


-Supongo que el pequeño detalle de hacerlo por dinero no tiene nada que ver -inquirió Brazell, escéptico.


-Claro que sí -admití---. Todos creamos nuestros mundos y pueblos imposibles muchísimo antes de escribir una sola línea, ¿verdad? Incluso desde nuestra infancia, ¿no? Por e so no estamos a gusto aquí.


-Nos sentiríamos mucho peor en algunos de los mundos que describimos -replicó Madison.


En ese momento, Carrick, el cuarto del grupo, intervino en la conversación. Estaba sentado en silencio, como de costumbre, copa en mano, meditabundo, sin prestamos atención.


Carrick era raro en muchos aspectos. Sabíamos poco de él, pero lo apreciábamos y admirábamos sus historias. Había escrito algunos relatos fascinantes, minuciosamente elaborados en su totalidad sobre un planeta imaginario.

-Lo mismo me ocurrió a mí en una ocasión --dijo a Madison.


-¿Qué? -preguntó Madison.


-Lo que acabas de sugerir... Una vez escribí sobre un mundo imaginario y luego me vi obligado a vivir en él -contestó Carrick.

Madison soltó una carcajada.

-Espero que haya sido un sitio más habitable que los escalofriantes planetas en los que yo planteo mis embustes.


Carrick ni siquiera sonrió.


-De haber sabido que viviría en él, lo habría creado muy distinto -murmuró.


Brazell, tras dirigir una mirada significativa copa vacía de Carrick, nos guiñó un ojo y pidió, voz melosa:


-Cuéntanos cómo fue, Carrick.


Carrick no apartó la mirada de su copa, mientras la giraba entre sus dedos al hablar. Se detenía re una frase y otra.


-Sucedió inmediatamente después de que mudara junto a la Gran Central de Energía. A era vista, parecía un lugar ruidoso, pero, en realidad, se vivía muy tranquilo en las afueras de la ciudad. Y yo necesitaba tranquilidad para escribir mis historias.


»Me dispuse a trabajar en la nueva serie que había comenzado, una Colección de relatos que ocurrirían en aquel mundo imaginario. Empecé por crear detalladamente todas las características físicas de ese mundo, y del universo que lo contenía. Pasé todo el día concentrado en ello. Y cuando terminé, ¡algo en mi mente hizo clíc!


»Esa breve y extraña sensación me pareció una súbita materialización. Me quedé allí, inmovilizado, al tiempo que me preguntaba si estaría enloqueciendo, pues tuve la repentina seguridad de que el mundo que yo había creado durante todo el día acababa de cristalizar en una existencia concreta, en alguna parte.


»Por supuesto, ignoré esa extraña idea, salí de casa y me olvidé del asunto. Pero al día siguiente sucedió de nuevo. Dediqué la mayor parte del tiempo a la creación de los habitantes del mundo de mi historia. Sin duda los había imaginado humanos, aunque decidí que no fueran demasiado civilizados, pues eso imposibilitaría los conflictos y la violencia indispensable para mi trama.


»Así pues, había gestado mi mundo imaginario, un mundo de gente que estaba a medio civilizar. Imaginé todas sus crueldades y supersticiones. Erigí sus bárbaras y pintorescas ciudades. Y, justo cuando terminé, aquel clic resonó de nuevo en mi mente.


»Entonces sí me asusté de verdad, pues sentí con mayor fuerza que la primera vez esa extraña convicción de que mis sueños se habían materializado para dar paso a una realidad sólida. Sabía que era una locura; sin embargo, en mi mente tenía la increíble certeza. No podía abandonar esa idea.


»Traté de convencerme de descartar tan loca convicción. Si en verdad había creado un mundo y un universo con sólo imaginarlos, ¿dónde se hallaban? Desde luego no en mi propio cosmos. No podría contener dos universos... completamente distintos el uno del otro.


Pero ¿y si este mundo y este universo de mi imaginación se habían concretado en la realidad en otro cosmos vacío? ¿Un cosmos localizado en una dimensión diferente a la mía? ¿Uno que contuviera solamente átomos libres, materia informe que no había adquirido forma hasta que, de alguna manera, mis concentrados pensamientos les hicieron tomar las imágenes que yo había soñado?


»Medité esa idea de la extraña manera en que se aplican las leyes de la lógica a las cosas imposibles. ¿Por qué los relatos que yo imaginaba no se habían vuelto realidad en ocasiones anteriores y sólo ahora habían empezado a hacerlo? Bueno, para eso había una explicación plausible. Vivía cerca de la Gran Central de Energía. Alguna insospechada corriente de energía emanada de ella dirigía mi imaginación condensada, como una fuerza superamplificadora, hacia un cosmos vacío donde conmocionó la masa informe y la hizo apropiarse de aquellas formas que yo soñaba.


»¿Creía en eso? No. Por supuesto que no, pero lo sabía. Hay una gran diferencia entre el conocimiento y la creencia; como alguien dijo: "Todos los hombres saben que un día morirán y ninguno cree que llegará ese día". Pues conmigo ocurrió exactamente lo mismo. Me daba cuenta que no era posible que mi mundo fantástico hubiese adquirido una existencia física en un cosmos dimensional diferente, aunque, al mismo tiempo, yo tenía la extraña convicción de que así era.


»Y entonces se me ocurrió algo que me pareció entretenido e interesante. ¿Y si me creaba a 'mí mismo en ese otro mundo? ¿También sería yo real en él? Lo intenté. Me senté ante mi escritorio y me imaginé a mí mismo como uno más entre los Millones de individuos de ese mundo ficticio; pude crear todo un trasfondo familiar e histórico coherente para mí en aquel lugar. ¡Y algo en mi mente hizo clic!»


Carrick hizo una pausa. Todavía contemplaba la copa vacía que agitaba lentamente entre sus dedos.


Madison le incitó a continuar:

-Y seguro que despertaste allí y una hermosa muchacha se acercó a ti, y preguntaste: «¿Dónde estoy?»

-No sucedió así -respondió Carrick sombrío-. No fue así en absoluto. Desperté en ese otro mundo, sí. Pero no fue como un despertar real. Simplemente, aparecí allí de repente.


»Seguía siendo yo. Pero, sin embargo, era el yo imaginado por mí para ese otro mundo. Se trataba de otro yo que siempre había vivido allí... del mismo modo que sus antepasados. Verán, yo lo había creado todo.


»Y mi otro yo era tan real en ese mundo imaginario creado por mi como lo había sido en el mío propio. Eso fue lo peor. Todo en ese mundo a medio civilizar era tan vulgar dentro de su realidad ... »


Hizo una nueva pausa.


-Al principio, me resultó sumamente extraño. Caminé por las calles de aquellas bárbaras ciudades y miré los rostros de las personas con un imperioso y acuciante deseo de gritar en voz alta: "¡Yo los imaginé a todos! ¡Ninguno de ustedes existía hasta que yo los soñé!".


»Sin embargo, no lo hice. Sin duda, no me ha~ brían creído. Para ellos, yo no era más que un miembro' insignificante de su raza. ¿Cómo podían pensar que ellos, sus tradiciones y su historia, su mundo y su universo, habían surgido súbitamente gracias a mi imaginación?.


»Cuando cesó mi turbación inicial, me desagradó el lugar. Resulta que lo había creado demasiado bárbaro. Las salvajes violencias y crueldades que me habían parecido tan seductoras como material para la historia, eran aberrantes y repulsivas al vivir en mi propia carne. Sólo deseaba volver a mi mundo.


»¡Y no pude regresar! No había forma. Tuve vaga sensación de, que podría imaginarme de vuelta en mi mundo así como había imaginado mi viaje a ese otro. Pero fue en vano. La extraña fuerza que había propiciado el milagro no funcionaba en dirección contraria.


Lo pasé bastante mal al percatarme de que estaba atrapado en un mundo desagradable, extenuado y bárbaro. Primero pensé en suicidarme. Sin embargo, no lo hice. El hombre se adapta a todo. Y me acoplé lo mejor que pude al mundo creado por mi.»


-¿Qué hiciste allí? Quiero decir: ¿qué función cumpliste? -preguntó Brazell.


Carrick se encogió de hombros.


----No dominaba las habilidades y destrezas del mundo que había creado. Sólo poseía mi propio oficio... el de contar historias.


Empecé a sonreír.


-¿No querrás decir que empezaste a escribir historias fantásticas?


Él asintió, sombrío.


-No me quedó más remedio. Sin duda, aquello era lo único que podía hacer, dadas las circunstancias. Escribí historias sobre mi propio mundo real. Para esa gente, mis relatos eran de una imaginación desbordante... y les gustaron.


Nos echamos a reír. Pero Carrick permaneció mortalmente serio.


Madison llevó la broma hasta sus últimas consecuencias.


-¿Y cómo te las arreglaste para regresar finalmente a casa desde ese otro mundo que habías creado?


-¡Nunca regresé a casa! -respondió Carrick con un amargo suspiro.

Confesiones Antes de Ser Ahorcado


Por John Haig

Mañana seré ahorcado. Pasaré, por primera y última vez por esa puerta de mi celda (hay dos en ella) que nunca he visto abrirse. La otra sirve a los guardianes cuando vienen a visitarme. Pero sé que por la segunda puerta, esa siempre cerrada, es arrastrado el hombre destinado a la ejecución. En verdad, es el umbral del más allá.

Atravesaré ese umbral sin miedo ni remordimiento. Los hombres me han condenado porque me temían. Amenazaba su miserable sociedad, su orden constituido. Pero estoy muy por encima, participo de una vida superior, y todo eso que he hecho, lo que ellos llaman "delitos", lo he realizado porque me guiaba una fuerza divina. He aquí por qué me es completamente indiferente que se me trate de malvado o loco: de igual modo me es indiferente que comadres tontas soliciten verme. En efecto, parece, al menos a estar a lo que me ha dicho un guardián, que llegan a la prisión muchas cartas dirigidas a mí de parte de ese frívolo sexo. Me pregunto si existe alguien sobre la Tierra capaz de comprenderme. A decir verdad, algunas veces me cuesta a mí mismo, y ahora, mientras refiero mi experiencia, desespero de encontrar ni siquiera un solo lector que esté a mi altura.

La primera persona que he matado fue William Donald McSwan. A continuación maté a su padre y a su madre. La manera como conocí a Swan no tiene en sí nada de misteriosa. El era propietario de una sala de juego en Tooting, en los alrededores de Londres.

Una tarde de otoño de 1944 encontré a Swan en un café de Kensington. Estaba preocupado. Temía que lo llamaran a las armas, y me confió su intención de esconderse para evitar la conscripción militar. Desde aquella vez lo volví a ver con frecuencia. Me llevó, además, a casa de los suyos. Una noche, le propuse visitar mi departamento y, en el sótano, mi laboratorio, en Gloucester Road número 79. El joven Swan accedió. Entró junto conmigo...

No puedo referir lo que hice entonces sin contar previamente algunos hechos que se remontan a mi infancia. Es necesario que hable de los sueños que tenía en aquel tiempo. El primer sueño del cual me acuerdo con precisión se remonta a la época en que formaba parte del coro de la catedral de Wakefield. De noche, en la cama, cerraba los ojos y volvía a ver el Cristo torturado sobre la cruz. Miraba el crucifijo en la iglesia, y a veces veía la cabeza coronada de espinas, a veces el cuerpo entero de Cristo, de cuyas heridas brotaba copiosamente la sangre. Me sentía horrorizado.

En otro sueño me construía una inmensa escalera telescópica, por medio de la cuál llegaba a la Luna. Desde allí miraba la Tierra a mis pies, no más grande que una pelota. ¿Qué significado tenía este sueño? Pensaba que quería decir que haría en mi vida alguna cosa grande, que sería el mejor de todos.

La mayor parte de las veces la sangre era el asunto de mis sueños. Estos sueños tenían un papel fascinante y terrible en mi existencia. Y todavía no conocía el sabor de la sangre. Una pura casualidad me la hizo gustar, y desde entonces ya no pude olvidármelo.

Tendría diez años. Me había herido en la mano con un cepillo para cabello, de pelos metálicos. Lamí la sangre que brotaba, y algo se me mezcló en todo mi ser. Esa cosa viscosa, cálida y salada que sorbía a flor de piel era la vida misma. Fue una revelación que me obsesionó por muchos años.

En cierta oportunidad empecé a tajearme adrede los dedos y las manos, sólo para poder posar los labios sobre la herida fresca y volver a sentir aquella sensación inefable.

La casualidad, pues, me había hecho volver, a través de los siglos de civilización, a los tiempos fabulosos en que los seres sacaban fuerza de la sangre humana. Descubrí que pertenecía a la raza de los vampiros. ¿Por qué? ¿Por qué justamente yo? No sabría explicarlo. Sólo puedo contar lo que experimentaba.

¿Comprenden ahora lo que pudo sucederle al joven Swan, cuando se encontró a solas conmigo, en aquella tarde de otoño? Lo desmayé con la pata de una mesa, o con un pedazo de caño, ya no lo recuerdo exactamente. Y después le corté la garganta con un cortapluma.

Procuré beber su sangre, pero no era nada fácil. Aún no sabía bien qué sistema usar. Le tuve sobre el lavamanos, y traté de recoger de algún modo el líquido rojo. Al fin, me parece que resolví sorberlo directamente de la herida, con un sentimiento de profunda satisfacción.

Cuando me aparté, sentí espanto ante la presencia de aquel cadáver. No tenía remordimientos. Sólo me preguntaba como podía hacer para desembarazarme de él. De súbito se me ocurrió un buen método. Tenía ya en mi laboratorio una gran cantidad de ácidos, sulfúrico y clorhídrico, que me servían para atacar los metales. Sabía bastante de química para estar enterado de que el cuerpo humano está compuesto en su mayor parte, de agua. Y el ácido sulfúrico es muy ávido de agua.

Por desgracia, no tenía nada preparado. Sólo al sexto o séptimo caso, comencé a preocuparme de preparar anticipadamente el medio más adecuado para hacer desaparecer los cuerpos.

Debí buscar un recipiente para meter el cadáver. Encontré en un cementerio una especie de barril de metal. Para transportarlo hasta mi sótano, pedí prestado a un maestro albañil una carretilla. Acomodé al señor Swan en el barril.

Ahora no me quedaba más que verter el ácido en el barril. Debía servirme de un cubo. No había previsto el humo que se desprendió, y sentí tal náusea que hube de salir un poco al aire para retomar aliento.

Luego volví a la tarea y, finalmente abandoné el sótano, cerrando la puerta tras de mí. Cuando más tarde regresé allí, pude comprobar que la operación había salido bien. El cuerpo estaba disuelto. Levanté una trampa que comunicaba con las cloacas y vertí por el hueco la mezcla. Si queda aún algo de míster Swan, se lo encontrará en el mar, ahí donde se descargan las cloacas de Londres.

Dos meses después, hice otra víctima: esta vez se trató de una mujer. Tendría cerca de treinta y cinco años. Era morena, de mediana estatura. Nunca la había visto antes.

Nos encontramos en la calle, en el distrito de Hammersmith. La abordé sobre un puente. Comprendí en seguida que debía morir. Era durante un ciclo de sueños y tenía necesidad de beber en la copa. Ella aceptó venir a mi casa. Le di un golpe en la cabeza y bebí su sangre.

Tampoco esta vez había hecho planes para desembarazarme del cadáver; pero aún tenía un poco de ácido y mi barrilejo. Arreglé en él a la muchacha, pensando entonces que sería cómodo tener una bomba para verter el ácido. Salí a comprarme una.

Sólo después del segundo McSwan, el padre de William, se me ocurrió usar una especie de máscara para evitar la náusea por los vapores del ácido. Y en seguida me procuré un mandil, botas y guantes de goma. Así equipado, y armado de un palo revolvía la "mezcla".

A los viejos McSwan los maté juntos el mismo día.

Durante el proceso se me ha preguntado con cuál cortapluma acostumbraba a cortar la garganta de mis víctimas. En verdad no sabría decirlo; tenía tres de ellos. Debo decir, a este propósito, que no acierto a recordar ningún detalle de lo que sucedía en esos momentos. Cuando estaba bajo la influencia de mis sueños, casi no veía otra cosa que la copa, esa copa tendida ante mí, mientras yo aullaba de deseo, y que se rehusaba a mi garganta sedienta, hasta que no me decidía a arrastrar un ser humano a mi sótano, y entonces, por un instante, podía al fin chupar la vida de su garganta abierta, con inefable alivio.

Mi quinta víctima fue un jovencito desconocido, un tal Max. Pero prefiero hablar de los números seis y siete, la joven pareja Henderson. Archibald Henderson era un médico londinense. Tenía una mujer joven, hermosísima: Rose... desaparecieron en febrero de 1948. La policía no habría resuelto nunca este misterio si no la hubiera ayudado revelándole haber sido yo quien mató a los Henderson.

Los conocí del modo más sencillo. Habían publicado un aviso para vender una casa en Ladbroke Square. Contesté. Era un buen método para entrar en contacto con nuevas personas. Lo he empleado varias veces. El señor Henderson era el segundo marido de Rose, y Rose era su segunda mujer. El era viudo. Ella, divorciada. Había estado casada con un ingeniero alemán, Rudolf Erren. Durante la Segunda Guerra Mundial Erren había formado parte del famoso grupo de pilotos apodado "Circo Richtofen", capitaneado por Goering. Después de la guerra se había establecido en Inglaterra. Ahora ha vuelto a vivir en Alemania.

Cuando sé que una persona puede convertirse en una víctima mía, es extraño, pero no logro experimentar amistad por ella.

Rose me confió que, bajo aquella apariencia acomodada, ella y su marido tenían dificultades financieras. No es entonces por interés que los he matado. Archie tenía deudas, y a menudo discutía con su mujer por cuestiones de dinero.

Los Henderson partieron en 1948 para una breve estancia en Brighton, en el hotel Metropole. El ciclo de mis sueños estaba entonces en el ápice. Me sentía mal. Archie se quejaba de mi desatención: le parecía que no escuchaba lo que me decía. En efecto, estaba completamente preso de mi horrible necesidad. Veía de nuevo bosques de crucifijos que se transformaban en árboles que goteaban sangre. Me despertaba con ese atroz deseo imperioso.

Necesitaba que Archie fuera mi próxima víctima. Con un pretexto cualquiera, le hice venir desde Brighton a Crawley, a mi laboratorio de Leopold Road, y le disparé una bala en la cabeza con el revólver de su propiedad, que le robara durante una noche pasada en su casa.

Volví a Brighton y le dije a Rose:

- Archie se ha sentido mal en mi casa. Nada grave, pero quisiera que usted fuera a buscarle. Venga conmigo.

Me siguió enseguida, sin ninguna sospecha. Apenas entró en el laboratorio la maté. Cómo, no lo recuerdo.

Chupé una buena parte de la sangre de Archie y de Rose. Me sentía protegido por una mano invisible. Estaba tan seguro de mí, que dejé los cadáveres al descubierto en el laboratorio minetras iba a comprar una máscara de gas y un segundo recipiente para el ácido. La máscara, como ya he explicado, debía servir para evitarme la náusea por las emanaciones de ácido sulfúrico que se elevaban de mi "mezcla". El nuevo recipiente era para la mujer. Dejé a Archie y Rose en perfecto reposo. Disolví al primero el viernes por la tarde. Y el sábado por la tarde el bello cuerpo que en vida había constituido la fascinación de Rose Henderson, se fundió en el ácido como una muñeca de cera al calor. Su forma y su color desaparecieron lentamente, gigantescos pedazos de azúcar que yo revolvía con un bastón, continua, paciente y serenamente...

Mary fue mi víctima número ocho. Encontré a esa muchacha en Eastbourne, donde estaba de vacaciones o por trabajo, ya no lo recuerdo bien. En todo caso, no era del lugar. De ella sólo conozco su nombre, Mary. Charlamos largamente, y le pedí que viniera a comer conmigo a Hastings. Fuimos a un café cerca del mar. Estábamos a fines de verano o en los comienzos del otoño, en todo caso en los últimos días cálidos. El sol poniente transformó por un instante el mar en sangre. Me estremecí. Miré a Mary y le dije estúpidamente:

- Es hermoso, ¿verdad? Parece exactamente una tarjeta postal en colores.

Pero yo, distante de aquellos pensamientos vulgares, me sentía dominado por mi sacro deseo. Me llevé sin esfuerzo a Mary a Crawley. Entramos en mi laboratorio de Leopold Road. Sin esperar, tomé un utensilio por el mango y la golpeé salvajemente en la cabeza. Después, le abrí la garganta y me arrojé ávidamente sobre la herida.

Durante la noche, tuve el acostumbrado sueño satisfecho que me venía siempre después de cada crimen. La aparición me tendió la copa de sangre y me dejó beber a largos sorbos.

Mary tenía el acento de Gales. Recuerdo su vestidito blanco y azul y sus zapatos blancos escotados. No había casi nada en su bolso, fuera de un frasquito de perfume. Nunca logré descubrir su nombre. La policía tampoco.

Hablaré ahora de la novena persona que fue "muerta" por mí. Esta es la expresión que deseo usar. No me agrada llamarlo que la había "asesinado", porque esta palabra da la impresión de crueldad y sufrimiento. "Matar" en cambio, era el resultado inevitable de la voluntad de un Espíritu de gran poder que me guiaba, ordenándome tomar la sangre de los hombres. El hombre es solo un peón en manos del Ser Supremo.

La misma fuerza ha decidido ahora que ha llegado para mí el tiempo de morir y yo acepto su divino juicio. Por otra parte, también estoy cansado. Mis ojos no pueden más. He leído y escrito mucho, y tengo prisa de concluir estas memorias. Para poder continuar escribiendo, me veo obligado a ponerme los anteojos con montura de oro del doctor Henderson, mi sexta víctima.

Pero vayamos, pues, a la señora Olive Durand-Deacon, la última persona de esta tierra de quien he bebido un vaso de sangre. Cuando la encontré, era una de esas mujeres "en el tramonto de su vida", para usar las palabras del Ministerio Público en mi proceso. Debo admitirlo, con ella he sido muy descuidado. No es de mi naturaleza. Usualmente, me gusta repetir que prefiero una injusticia a un desorden. Pero me sentía de tal modo protegido por la fuerza superior que me dirigía, que olvidé tomar las precauciones más elementales.

La señora Durand-Deacon vivía en la misma pensión familiar en que yo me alojaba, en Kensington. Es así como la he conocido. Le agradaba a la anciana señora porque le hablaba de música, de arte, de literatura. Teníamos también conversaciones filosóficas y religiosas. Ella había escrito un libro titulado "Así Habla Dios". Yo había dado alguna conferencia en congregaciones religiosas. Recuerdo que conmovía a las oyentes hasta las lágrimas. También había escrito algunos artículos en diversas revistas de teología. Todo lo cual me granjeó las simpatías de la señora Durand-Deacon, quien veía en mí, a pesar de mis cuarenta años, "un joven verdaderamente ventajoso".

Durante mi proceso, el público ha sido informado del ridículo motivo que la indujo a venirme a ver a mi laboratorio. La anciana señora sufría por haber perdido las uñas, y yo le había dicho que, tal vez, lografía fabricarle otras con material plástico.

Y fue así como ella partió para su último viaje, el 18 de febrero de 1949. La maté de un balazo en la nuca. Después le practiqué una incisión en la garganta y bebí un vaso de sangre. Llevaba una cadenita con una pequeña cruz alrededor del cuello. Experimenté un goce extraordinario al estrujarla.

El sistema para desembarazarme del cadáver se había hecho ahora automático. Además, para la señora Durand-Deacon había preparado con anticipación el barrilejo de ácido.

He dicho ya que aquella vez hice todas estas operaciones con descuido. Había comprado el ácido dando mi verdadero nombre. Quemé sólo parcialmente el bolso de la señora Durand-Deacon, y los polizontes encontraron fragmentos. No disolví completamente el cuerpo, desde el momento en que fueron encontrados restos suficientes para justificar la acusación de asesinato.

En realidad, para mí no había sido todo fácil con la señora Durand-Deacon. Debí hacer entrar aquel cadáver de noventa kilos en un pequeño barril. Pero esto no basta para explicar mi negligencia. Quizás, estaba sencillamente cansado de matar, y no veía la hora de concluir con aquella misión que la divinidad superior me había confiado, y tenía necesidad de descansar, así fuera en el inmundo pedazo de tierra reservado a los ajusticiados.

Extenuado por el manipuleo del pesado cadáver de la vieja, salí a tomar una taza de té. Cuando regresé, ¡recordé haber dejado la puerta abierta! Cualquier hubiera podido entrar y ver el cadáver.

Maté a la señora Durand-Deacon un viernes. El domingo siguiente estaba en casa de amigos. Una muchacha me dijo de pronto:

- ¡No me mire así!

Aparté la mirada pero continué tratando de verla mentalmente

Ella manifestó entonces.

- Siento que él sigue mirándome.

Y de repente me gritó:

- ¡Asesino!

Aquel poder de adivinación (aún cuando yo no esté de acuerdo, como lo he explicado, acerca de la palabra "asesino") me pareció incomprensible.

Bien pronto los polizontes, que indagaban sobre la desaparición de la señora Durand-Deacon, descubrieron en mi sótano los vestigios de su cuerpo y sus vestidos. Mi destino se cumplía.

Ahora que todo ha concluido y que he llegado al término de mi relato quiero agregar aún algo.

Será una pequeña vanidad (que bien puede perdonársele a un hombre a punto de morir) pero quisiera que el traje que llevaba durante el proceso se entregue al Museo de Cera de Madame Tussaud, para vestir mi muñeco. Quisiera que se envíen allí mis medias verdes y mi corbata a cuadritos rojos y verdes. Espero que mi retrato de cera sea parecido. Deseo que el conservador del Museo Toussaud cuide de que mis pantalones conserven siempre una raya impecable. He engordado en la prisión: es desagradable. Espero que en mi retrato se me conserve una línea más esbelta.

Mi proceso me ha aburrido mucho. Tenía la impresión de ver un film por segunda vez. Pero, sin embargo, me ha divertido la manera con que ciertos testigos agregaban detalles picantes a mi historia.

Sé que desde la puerta de mi celda son menester apenas quince pasos para llegar al patíbulo. Son pocos para alcanzar la eternidad. Veo a la lluvia bañar la cima de los álamos más allá del muro de la prisión. Me inspira el mismo deseo que a veces sentía bajo la fronda de un magnífico bosque cuando, solitario, buscaba una meta que tal vez no existe.

Pienso en las palabras escritas por un gran hombre de la antigüedad, no sé ya quién exactamente. Me parece oportuno citarle ahora:

"No antes que los telares se hayan detenido y las lanzaderas terminado de deslizarse, Dios desenvolverá el tapiz y revelará su motivo."

Nací el 24 de julio de 1909, en Stanford, en el Lincolnshire. Mi familia estaba por aquel tiempo en la miseria. Mi padre tenía treinta y ocho años, mi madre cuarenta. Mi padre era cabo electricista, pero sin trabajo. Mis progenitores no tenían con qué comprar la canastilla para el niño que debía nacer. Mi madre está convencida de que los meses de sufrimiento y preocupación que precedieron a mi nacimiento han sido la causa de lo que ella llama mi enfermedad mental.

- Es culpa mía - dijo ella - porque no he comparecido ante el juez junto con George. Soy responsable por lo que le toca.

La situación de mis progenitores no mejoró sino muchos meses después. Ambos eran muy piadosos. Mi padre gobernaba una comunidad religiosa. Me criaron en una atmósfera inhumana, peor que en un monasterio. No conocí ninguna de las alegrías que habitualmente tienen los niños.

Sobre la frente de mi padre hay una cicatriz azulada, una especie de cruz deformada. El me explicó que aquello era la marca de Satanás. Había pecado y el Diablo le castigó.

- Si cometes un pecado - decía -, Satanás te castigará del mismo modo.

Durante años miré las frentes de las personas para ver si estaban marcadas con una señal azul. Como nadie la tenía, deduje que mi padre era el único pecador, y que todo el resto del mundo era inocente.

Cada noche hacía mi examen de conciencia. Si tenía algo que reprocharme, con extremado temor me acercaba al espejo para ver si me había aparecido la marca en la frente.

Fui a la escuela hasta los diecisiete años. Formé parte del coro de la Catedral. El domingo me levantaba a las cinco para asistir al primer servicio. Permanecía en la iglesia el día entero, hasta las ceremonias de la noche. Al volver a casa, encontraba a mis progenitores orando y me unía a ellos.

A causa de lo extraño de esta vida, los niños de mi edad no me quería.

Sin embargo, yo estaba siempre dispuesto a ayudar a mi prójimo. Adoraba los animales. debo mi sustento a perros vagabundos. Amaba también a los conejos y los pájaros.

En 1927, a los dieciocho años, sentí irresistiblemente la necesidad de expresar el misticismo religioso que me colmaba: envié a una revista un artículo, "La Degradación del Hombre", que fue publicado.

Creía tener una gran misión que cumplir entre los hombres. Me puse a hablar en las congregaciones religiosas. La primera vez que lo hice descubrí esta cosa extraordinaria: tenía el don de saber hablar. La multitud de fieles me escuchaba palpitante, y corrían lágrimas sobre sus rostros. Mis progenitores estaban muy orgullosos de ello.

En el mes de julio de 1934 desposé una graciosa muchacha de 21 años, Beatrice Hamer. Pero mi dicha conyugal fue de breve duración. Mi mujer decidió no volver a verme nunca más. Le nació una hija que después fue adoptada por desconocidos. Existe hoy en alguna parte una muchacha de catorce años que ignora que su padre soy yo, John Haigh, el hombre que llaman "el Vampiro de Londres".

Gran Bretaña estaba en guerra. Encontré empleo en la Defensa Pasiva. Fueron los horrores de los grandes bombardeos sobre Inglaterra lo que me hizo abandonar la idea de un Dios justo y amoroso. Estaba un día en un puesto de guardia con una enfermera de la Cruz Roja, cuando las sirenas se pusieron a aullar. Aún no habían concluído, y ya las bombas caían. La enfermera y yo salimos corriendo para alcanzar el refugio. De súbito un silbido terrible, me arrojé bajo un portón. Cuando me levanté, herido, una cabeza rodó a mis pies. Era la de mi compañera que, un momento antes, estaba tan alegre y hermosa. ¿Cómo Dios había podido consentir este horror? Ahora no creo más en Dios, sino en una fuerza superior que nos impulsa a obrar y dirige misteriosamente nuestro destino, ignorante del bien y del mal. Ya he referido cómo esta fuerza me movió a degollar seres humanos, después de haberme hecho tener terribles sueños que me dejaban sediento de sangre. Justamente a mí, que amo y adoro las más pequeñas y débiles criaturas, me ha sido ordenado cometer estos crímenes y beber sangre humana.

No es posible, mis nueve delitos deben tener explicación en algún lugar fuera de nuestro mundo terreno. No es posible que sean absurdamente sólo el sueño de un demente lleno de sonido y furia, como dice Shakespeare.

¿Hay entonces una vida eterna? Pronto lo sabré. Esperándolo, adiós...


SUICIDAS


Guy de Maupassant

No pasa un día sin que aparezca en los periódicos la relación de algún suceso como éste:

"Anoche, los vecinos de la casa número tal de la calle tal oyeron dos o tres detonaciones y, saliendo a la escalera para saber lo que ocurría, entre todos pudieron comprobar que se habían producido en el cuarto del señor X. Al abrir la puerta de dicho cuarto —después de llamar inútilmente— vieron al inquilino tendido en el suelo, sobre un charco de sangre y empuñando aún el revólver con el cual se había ocasionado la muerte.

"Se ignora la causa de tan funesta determinación, porque el señor X. vivía en posición desahogada y, teniendo ya cincuenta y siete años, disfrutaba de bastante salud."

¿Qué angustiosos tormentos, qué ocultas desdichas, qué horribles desencantos convierten a esas personas, al parecer felices, en suicidas?

Indagamos, presumimos al punto, dramas pasionales, misterios de amor, desastres de intereses, y como no se descubre jamás una causa precisa, cubrimos con una palabra esas muertes inexplicables: "Misterio, misterio".

Una carta escrita poco antes de morir, por uno de los muchos que "se suicidan sin motivo", cayó en mi poder. La juzgo interesante. No descubre ningún derrumbamiento, ninguna miseria espantosa, nada de lo extraordinario que se busca siempre para justificar una catástrofe; pero pone de relieve la sucesión de pequeños desencantos que desorganizan fatalmente la existencia solitaria de un hombre que ha perdido todas las ilusiones y acaso explique —a los nerviosos y a los sensitivos, al menos— la tragedia inexplicable de "suicidios inmotivados".

Leámosla:

"Son ya las doce de la noche. Cuando haya escrito esta carta, voy a matarme. ¿Por qué? Trato de razonar mi determinación, para darme cuenta yo mismo de que se impone fatalmente, de que no debo aplazarla.

"Mis padres eran gentes muy sencillas y crédulas. Yo creí en todo, como ellos.

"Mi engaño duró mucho. Hace poco, se desgarraron para mí los últimos jirones que me velaban la verdad; pero hace ya bastantes años que todos los acontecimientos de mi existencia palidecen. La significación de lo más brillante y atractivo se me presenta en su torpe realidad; la verdadera causa del amor llegó incluso a sustraerme de las poéticas ternuras.

"Nos engañan estúpidas y agradables ilusiones que se renuevan sin cesar.

"Envejeciendo, me había resignado a la horrible miseria de las cosas, a lo vano de todo esfuerzo, a lo inútil que resulta siempre la esperanza: cuando una luz nueva inundó el vacío de mi vida esta noche, después de comer.

"¡Antes yo era feliz! Todo me alegraba: las mujeres al pasar, las calles, mi vivienda, y aun la hechura de mis ropas constituía para mí una preocupación agradable. Pero las mismas ideas, los mismos actos repetidos, monótonos, acabaron por sumergir mi alma en una laxitud espantosa.

"Todos los días, a la misma hora, durante treinta años, me levanté de la cama; y todos los días, en el mismo restaurante, durante treinta años, a las mismas horas, me servían los mismos platos mozos diferentes.

"Me propuse viajar. El aislamiento que sentimos en ciudades nuevas, en residencias desconocidas, me asustó. Sentíame tan abandonado sobre la tierra, tan insignificante, que volví a tomar el camino de mi casa.

"Y, entonces, la inmutable fisonomía de los muebles, fijos en el mismo lugar durante treinta años, las rozaduras de mis sillones, que yo conocí nuevos, el olor de mi casa —cada casa que habitamos, con el tiempo adquiere un olor especial— acabaron produciéndome náuseas y la negra melancolía de vivir mecánicamente.

"Todo se repite sin cesar y de un modo lamentable. Hasta la manera de introducir —al volver cada noche— la llave en la cerradura; el sitio donde siempre dejo las cerillas; la mirada que al entrar esparzo en torno de mi habitación, mientras el fósforo se inflama. Y todo me provoca —para verme libre de una existencia tan ruin— a tirarme por el balcón.

"Mientras me afeito, cada mañana me seduce la idea de degollarme, y mi rostro, el mismo siempre, que se refleja en el espejo con las mejillas cubiertas de jabón, muchas veces me hizo llorar de tristeza.

"Ni siquiera me complace tropezar con personas a las cuales veía con gusto hace tiempo; las conozco tanto que adivino lo que me dirán y lo que les diré; a fuerza de razonar con las mismas, descubrimos la ilación de sus ideas. Cada cerebro es como un circo donde un pobre caballo da vueltas. Por mucho que nos empeñemos en buscar otros caminos, por muchas cabriolas que hagamos, la pista no varía de forma ni ofrece lances imprevistos ni abre puertas ignoradas. Hay que dar vueltas y más vueltas, pasando siempre por las mismas reflexiones, por los mismos chistes, por las mismas costumbres, por las mismas creencias, por los mismos desencantos.

"Al retirarme hoy a mi casa, una insistente niebla invadía el bulevar, oscureciendo los faroles de gas, que parecían candilejas. Pesaba el ambiente húmedo sobre mis hombros como una carga. Seguramente hago una digestión difícil.

"Y una buena digestión lo es todo en la vida. Ofrece inspiraciones al artista, deseos a los jóvenes enamorados, luminosas ideas a los pensadores, alegría de vivir a todo el mundo, y permite comer con abundancia —lo cual es también una dicha. Un estómago enfermo conduce al escepticismo, a la incredulidad, engendra sueños terribles y ansias de muerte. Lo he notado con frecuencia. Es posible que no me matara esta noche, haciendo una buena digestión.

"Después de haberme acomodado en el sillón donde me siento hace treinta años todos los días, miré alrededor, creyéndome víctima de un desaliento espantoso.

"¿De qué medio valerme para escapar a mi razón macilenta, más horrible aún que la desordenada locura? Cualquier empleo, cualquier trabajo me parece más odioso que la acción en que vivo. Quise poner en orden mis papeles.

"Hacía tiempo que deseaba registrar los cajones de mi escritorio, porque durante los treinta últimos años había metido allí, al azar, las cartas y las cuentas. Aquel desorden llegó a preocuparme algunas veces; pero me sobrecoge una fatiga tal en cuanto me propongo un trabajo metódico y ordenado, que nunca me atreví a empezar.

"Esta noche me senté junto a mi escritorio y abrí, resuelto a preservar algunos papeles y romper la mayor parte.

"Quedéme de pronto pensativo ante aquel hacinamiento de hojas amarillentas; luego cogí una.

"¡Oh! Si aprecian en algo su vida, no toquen jamás las cartas viejas que guardan los cajones de su escritorio. Y si no pueden resistir la tentación de abrirlos, cojan a granel, con los ojos cerrados, los paquetes de cartas para tirarlos al fuego; no lean ni una sola frase, porque sólo ver la escritura olvidada y de pronto reconocida, los lanza en un océano de recuerdos; quemen esos papeles que matan; cuando estén hechos pavesas, pisotéenlos para convertirlos en impalpables cenizas... Y si no lo hacen así, los anonadarán como acaban de anonadarme y destruirme.

"¡Ah! Las primeras cartas no me han interesado; eran de fechas recientes y de personas que viven y a las que veo, sin gusto, con alguna frecuencia. Pero, de pronto, la vista de un sobre me ha estremecido. Al reconocer los rasgos de la escritura se han cubierto mis ojos de lágrimas. Era la letra de mi mejor amigo, del compañero de mi juventud, del confidente de mis esperanzas. Y se me apareció tan claramente, con su bondadosa sonrisa, tendiéndome las manos, que sentí un escalofrío penetrante; hasta mis huesos vibraron. Sí, sí; los muertos vuelven. ¡Lo he visto! Nuestra memoria es un mundo más acabado aún que el universo; ¡puede hacer vivir hasta lo que no existe!

"Con la mano temblorosa y los ojos turbios, recorrí toda su carta, y en mi pobre corazón angustiado, he sentido un desgarramiento espantoso. Mis lamentaciones eran tan lastimosas, como si me hubiesen magullado las carnes.

"Así he ido remontándome a través de mi vida, como remontamos un río, luchando contra la corriente. Aparecieron personas olvidadas, cuyos nombres no puedo recordar; pero su rostro sí lo recuerdo. En las cartas de mi madre, resucitan criados antiguos, el aspecto de nuestra casa y mil detalles nimios que una inteligencia infantil recoge.

"Sí; he visto de pronto los vestidos que usó mi madre en distintas épocas y, según la moda y según el tocado, mostraba una fisonomía diferente. Sobre todo me obsesionaba con un traje de seda rameado, y recuerdo que un día, llevando aquel traje, me amonestó dulcemente: 'Roberto, hijo mío, si no procuras erguirte un poco, serás jorobado toda tu vida'.

"Luego, al abrir otro cajón, aparecieron las prendas marchitas de mis amores: un zapatito de baile, un pañuelo desgarrado, una liga de seda, trencitas de pelo, flores... Y las novelas de mi vida sentimental me sumergieron más en la triste melancolía de lo que no vuelve. ¡Ah! ¡Las frentes juveniles orladas con rubios cabellos, las manos acariciadoras, los ojos insinuantes, la sonrisa que promete un beso, el beso que asegura un paraíso!... Y ¡el primer beso!... Aquel beso delicioso, interminable, que ofusca la mirada, que abate la imaginación, que nos posee y nos glorifica, ofreciéndonos a la vez un goce ideal y la promesa de otros goces deseados.

"Cogiendo con ambas manos aquellas prendas tristes de lejanas ternuras, las cubrí de caricias furiosas y en mi corazón desolado por los recuerdos sentía resonar cada hora de abandono, sufriendo un suplicio más cruel que las monstruosas leyendas infernales. ¡Ah! ¿Por qué las abandoné o por qué me abandonaron?

"Quedaba por ver una carta fechada hacía medio siglo. Me la dictó el maestro de escritura: 'Mamita de mi alma: hoy cumplo siete años. A esa edad ya se discurre; ya sé lo que te debo. Te juro emplear bien la vida que me has dado.

'Tu hijo que te adora, Roberto'.

"Me había remontado hasta el origen. El recuerdo era desconsolador. ¿Y el porvenir? Quise profundizar en lo que me faltaba de vida, y se me apareció la vejez espantosa y solitaria, con su cortejo de achaques y dolencias... ¡Todo acabado para mí! ¡Nadie junto a mí!

"El revólver está sobre la mesa... Es tentador... "¡No lean nunca las cartas de otros tiempos! ¡No recuerden viejas memorias!..."

Así es como se matan muchos hombres en cuya plácida existencia no hallamos el verdadero motivo de su fatal resolución.

EN EL BOSQUE DE VILLEFERE

Robert E. Howard EL SOL SE OCULTABA. Las inmensas sombras se extendían rápidamente por el bosque. En aquel extraño crepúsculo de un día de...