sábado, 30 de abril de 2016

LA LUZ DE LAS TINIEBLAS


LA LUZ DE LAS TINIEBLAS

Arthur C. Clarke

No soy uno de esos africanos que se avergüenzan de su tierra porque en cincuenta años ha progresado menos que Europa en quinientos. Pero si en algo liemos dejado de avanzar lo de prisa que debíamos, se debe a dictadores como Chaka; y por eso, sólo debemos reprochárnoslo a nosotros mismos. Si la culpa es nuestra, también será nuestra la responsabilidad de remediarlo.

Es más, yo tenía razones más poderosas que la mayoría para desear destruir al Gran Jefe, al Omnipotente, a El-que-Todo-lo-Ve. Era de mi propia tribu, estaba emparentado conmigo por intermedio de una de las esposas de mi padre, y había empezado a perseguir a nuestra familia desde el momento en que subió al poder. Aunque no intervinimos en política, dos de mis hermanos desaparecieron, y otro murió en un inexplicable accidente de automóvil. Mi propia libertad, de eso cabía muy poca duda, se debía en gran medida a que era uno de los pocos científicos del país que gozaban de fama internacional.

Como muchos de mis compatriotas intelectuales, tardé en volverme contra Chaka porque pensé que como les ocurrió a los alemanes en 1930, que también se dejaron llevar por el camino equivocado- hay veces en que la dictadura es el único medio de evitar el caos político. Quizá el primer signo de nuestro catastrófico error fue cuando Chaka abolió la constitución y adoptó el nombre del emperador zulú del siglo XIX, de quien estaba genuinamente convencido que era su reencarnación. A partir de ese momento, su megalomanía fue rápidamente en aumento. Como todos los tiranos, no se fiaba de nadie y se consideraba rodeado de conspiraciones.

Esta convicción tenía sus fundamentos. El mundo conoce al menos seis atentados contra su vida, merced a la publicidad que se les ha dado; pero además hay otros que se han mantenido en secreto. El fracaso de todos ellos hizo que aumentara la confianza de Chaka en su propio destino, y confirmó la fe fanática de sus seguidores en su inmortalidad. Al volverse más desesperada la oposición, las contramedidas del Gran Jefe se hicieron más crueles... y más bárbaras. El régimen de Chaka no ha sido el primero, ni siquiera en Africa, que ha torturado a sus enemigos; pero fue el primero en transmitirlo por televisión.

Aun así, a pesar del horror y la indignación que esto provocó en el mundo, y la vergüenza que yo sentí, no habría hecho nada si el destino no me hubiera colocado el arma en la mano. No soy hombre 4e acción, y aborrezco la violencia, pero en cuanto me di cuenta del poder que poseía, mi conciencia no me dio tregua. Tan pronto como los técnicos de la NASA tuvieron instalado su equipo y entregaron el Sistema Infrarrojo de Comunicaciones Hughes Mark X comencé a hacer planes.

Parece extraño que mi país, uno de los más atrasados del mundo, juegue un papel capital en la conquista del espacio. Se debe a un puro accidente geográfico, que de ningún modo ha sido del gusto de rusos y americanos. Pero no hay nada que ellos puedan hacer al respecto; Umbala se halla situada en el ecuador, directamente debajo de las órbitas de todos los planetas. Y posee un elemento natural único e inestimable: el volcán apagado conocido con el nombre de cráter Zambue.

Cuando se extinguió el Zambue, hace más de un millón de años, la lava se retiró poco a poco, solidificándose en una serie de terrazas y formando un cuenco de una milla de diámetro y mil pies de profundidad. Fue necesario el mínimo movimiento de tierras, así como la menor longitud de cable para convertirlo en el mayor radiotelescopio de la Tierra. Y debido a que este gigantesco reflector está fijo examina cualquier porción concreta del firmamento tan sólo durante unos minutos cada veinticuatro horas, a medida que la Tierra gira sobre su eje. Este era el precio que los científicos estaban dispuestos a pagar por la posibilidad de recibir las señales que las sondas y las naves emitían desde los mismísimos confines del sistema solar.

Chaka era un problema que no habían previsto. Se había hecho con el poder cuando la obra estaba casi terminada, y tuvieron que avenirse con él como pudieron. Afortunadamente, sentía un respeto supersticioso por la ciencia, y necesitaba todos los rublos y dólares que pudiera sacarles. La Contribución Ecuatoriana al Programa Espacial quedó a salvo de su megalomanía; y desde luego, ayudó a reforzarla.

El Gran Plato había quedado instalado el día que hice yo mi primera visita a la torre que se alza en su centro. Era un mástil vertical de más de mil quinientos pies de altura, el cual soportaba las antenas que confluían en el foco del inmenso cuenco. Un pequeño ascensor con capacidad para tres hombres subía lentamente hasta lo más alto.

Al principio, no había nada digno de ver, aparte del deslucido brillo de la salsera de láminas de aluminio, curvada hacia arriba a una media milla en todo mi alrededor. Pero luego me elevé por encima del borde del cráter y pude ver la tierra hasta una distancia mucho más lejana de lo que yo había esperado. La prominencia azulenca y nevada que emergía de la bruma de poniente era el monte Tampala, el segundo pico más elevado de Africa, separado de mi por una infinidad de millas de jungla. A través de esa jungla, en las grandes curvas intrincadas, culebreaban las cenagosas aguas del río Nya... la única ruta que millones de compatriotas míos habían conocido. Unos cuantos claros, una línea de ferrocarril y el resplandor blanco y lejano de la ciudad eran los únicos signos de vida humana. Una vez más sentí esa opresiva sensación de desesperanza que siempre me asalta cuando contemplo Umbala desde el aire y comprendo la insignificancia del hombre frente a la jungla eternamente dormida.

Tras un clic, la caja del ascensor se detuvo en el cielo, a un cuarto de milla del suelo. Al salir me encontré en una reducida habitación pertrechada de cables coaxiales y de instrumentos. Aún quedaba un trecho por recorrer, pues una estrecha escala subía, a través del tejado, a una plataforma que tenía poco más de una yarda cuadrada. No era un lugar muy apropiado para quien fuese propenso al vértigo; no había siquiera un pasamanos que sirviera de protección. El cable central del pararrayos daba cierta seguridad, así que me estuve agarrado firmemente a él todo el tiempo que permanecí en esa almadía metálica de forma triangular, tan próxima a las nubes.

La magnificencia del panorama y la euforia de sentir un ligero, aunque omnipresente peligro, me hicieron olvidar el paso del tiempo. Me sentía como un dios, completamente alejado de los asuntos terrenos, superior a todos los demás hombres. Y entonces comprendí, con una certeza matemática, que aquí había un desafío que Chaka jamás podría ignorar.

El coronel Mtanga, su jefe de Seguridad, se opondría; pero sus protestas serían desoídas. Conociendo a Chaka, uno podía predecir con absoluta seguridad que el día de la inauguración oficial estaría aquí, solo, durante un buen rato, dominando su imperio con la mirada. Su escolta personal permanecería en el recinto de abajo, una vez registrado todo por si habían colocado alguna bomba. No podrían hacer nada para salvarle cuando disparara yo desde tres millas de distancia y a través de la cadena de montañas que se extiende entre el radiotelescopio y mi observatorio. Me alegraba de que hubiera montañas por medio; aunque complicaban el problema, me protegerían de toda sospecha. El coronel Mtanga era un hombre muy inteligente, pero probablemente no podría concebir que existiera un arma capaz de disparar en ángulo. Y él buscaría un fusil, aunque no encontraría ninguna bala.

Regresé al laboratorio y empecé mis cálculos. No había transcurrido mucho tiempo, cuando descubrí mi primer error. Puesto que había visto cómo hacía un agujero la luz concentrada del rayo láser en un trozo de sólido acero en una milésima de segundo, supuse que mi Mark X podía matar a un hombre. Pero la cosa no es tan sencilla. En determinados aspectos, el hombre es un material más duro que el acero. En su mayor parte es agua, la cual tiene diez veces la capacidad de calor de cualquier metal. El haz de luz que perfora una plancha de blindaje o lleva un mensaje hasta Plutón -cosa para la que había sido proyectado el Mark X- produciría en el hombre una quemadura dolorosa, pero completamente superficial. Lo peor que podía hacerle a Chaka, desde una distancia de tres millas, era un agujero en la multicolor manta tribal que tan pomposamente vestía para probar que aún se consideraba un hijo del pueblo.

Durante un tiempo casi abandoné el proyecto. Pero no desistiría; instintivamente> sabía que la respuesta estaba allí, y que sólo era cuestión de saber verla. Quizá podía utilizar mis invisibles balas de calor para cortar uno de los cables que sujetaban la torre, con el fin de que se derrumbara cuando Chaka estuviera en lo alto. Los cálculos indicaban que esto era factible si el Mark X actuaba ininterrumpidamente durante quince segundos. Un cable, a diferencia del hombre, no se movería, así que no era necesario aventurarlo todo a un solo impulso de energía. Podía tomarme el tiempo que quisiera.

Pero dañar el telescopio habría sido una traición a la ciencia, y casi me sentí aliviado al comprobar que este proyecto era irrealizable. El mástil tenía incorporados tantos elementos de seguridad que habría sido necesario cortar al menos tres cables para derribarlo. Había que desechar este plan; se habrían necesitado horas y horas de ajustes, así como preparar y apuntar el aparato para cada disparo de precisión.

Tenía que pensar otra cosa; y como los hombres tardan mucho tiempo en ver lo que es evidente, hasta una semana antes de la inauguración oficial del telescopio no supe cómo habérmelas con Chaka. El-que-Todo-lo-Ve, el Omnipotente, el Padre del Pueblo.

A la sazón, mis estudiantes habían coordinado y calibrado el aparato, y estábamos preparados para las primeras comprobaciones a toda su potencia. Al girar en su elevador del interior de la cúpula del observatorio, el Mark X parecía exactamente un gran telescopio de doble cañón reflejo... y, efectivamente, lo era. En uno de ellos, un espejo de treinta y seis pulgadas centraba el impulso del láser y lo enfocaba en el espacio; el otro actuaba como receptor de señales y podía utilizarse también como un visor telescópico superpotente para apuntar el aparato.

Comprobamos su enfilación en el blanco celeste más próximo: la Luna. Ya avanzada la noche, centré los cables en cruz en medio del pálido creciente y disparé un impulso. Dos segundos y medio más tarde se produjo un eco tenue. La cosa marchaba.

Había aún un detalle por arreglar, y tenía que hacerlo yo en absoluto secreto. El radiotelescopio se hallaba al norte del observatorio, al otro lado de la cordillera que nos impedía ver directamente. Una milla al Sur había una montaña aislada. Yo la conocía bastante bien, porque hacía años había ayudado a instalar allí una estación de rayos cósmicos. Ahora sería utilizada para un fin que jamás habría imaginado en los tiempos en que mi país era libre.

Justo debajo de la cima se alzaban las ruinas de un viejo fuerte, abandonado desde hacía siglos. Necesité hacer pocas exploraciones para encontrar el lugar que necesitaba: una pequeña cueva, de menos de una yarda de alta, entre dos grandes rocas que habían caído de las antiguas murallas. A juzgar por las telarañas, hacía generaciones que no había entrado allí un ser humano.

Cuando me agazapé en la abertura pude ver todas las instalaciones del Programa Espacial, que se extendían en varias millas. Al Este se encontraban las antenas de la vieja Estación de Seguimiento del Proyecto Apolo, que había traído a los primeros hombres de la Luna. Más allá estaba el campo de aterrizaje, por encima del cual se cernía un avión de transporte con sus propulsores verticales en funcionamiento. Pero todo lo que a. mi me interesaba era que estuvieran despejadas las líneas de visión desde este lugar a la cúpula del Mark X, y al extremo del mástil del radiotelescopio, tres millas al Norte.

Tardé entre días en instalar el espejo plateado, ópticamente perfecto, en su secreto habitáculo. Los tediosos ajustes micrométricos para dar la exacta orientación tardaron tanto que temí que no estuviera listo a tiempo. Pero al fin salió correcto el ángulo, con un error menor que un segundo de arco. Cuando apunté el telescopio del Mark X al punto secreto de la montaña, pude ver la cordillera que tenía detrás de mí. El campo visual era pequeño, aunque suficiente; el área del blanco tenía una yarda, y yo podía apuntar sobre cualquier pulgada de esa zona.

La luz podía recorrer, en cualquiera de los sentidos, la trayectoria que yo había preparado. Todo cuanto veía por el telescopio visor estaba automáticamente en la línea de fuego del transmisor.

Me parecía extraño, tres días más tarde, estar sentado tranquilamente en el observatorio, con los acumuladores eléctricos zumbando en torno mío, y ver a Chaka entrar en el campo visual del telescopio. Experimenté un fugaz destello de triunfo, como el astrónomo que ha calculado la órbita de un nuevo planeta y luego lo descubre en el punto previsto entre las estrellas. El cruel rostro estaba de perfil cuando lo vi al principio, como si estuviera a sólo unos treinta pies, gracias al aumento máximo que yo utilizaba. Aguardé pacientemente, con serena confianza, porque tenía que llegar el momento que yo sabía: aquel en el que Chaka parecería estar mirando hacia mí. Cuando esto sucedió, cogí con la mano izquierda la imagen de un antiguo dios, que no debe de tener nombre, y accioné con la otra el conmutador que disparaba el láser, lanzando mi rayo silencioso e invisible por encima de las montañas.

Si, era muchísimo mejor así. Chaka merecía la muerte; pero ésta le habría convertido en un mártir y habría fortalecido el dominio de su régimen. Lo que yo le tenía reservado era peor que la muerte, desataría entre sus defensores un terror supersticioso.

Chaka vivía aun; pero El-que-Todo-lo-Ve no volvería a ver ya nunca más. En el espacio de unos microsegundos le había reducido a una condición inferior a la del pordiosero más humilde de la calle.

Ni siquiera le había hecho daño. Porque no se siente dolor cuando la delicada película de la retina se funde por el calor de un millar de soles.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

EN EL BOSQUE DE VILLEFERE

Robert E. Howard EL SOL SE OCULTABA. Las inmensas sombras se extendían rápidamente por el bosque. En aquel extraño crepúsculo de un día de...